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Un diputado en el patíbulo

GILBERTO SERNA

Como dicen las escrituras, guardando las debidas proporciones, el michoacano Julio César fue arrojado del paraíso sin contemplaciones, apenas había protagonizado una audaz llegada, rodeado el recinto por fuerzas policiacas, cobijado por varios diputados que muy orondos lo flanqueaban, dejando atrás a sus persecutores que ni tan siquiera se las olieron o se hicieron de la vista gorda para ridiculizar posteriormente a los que sonrientes le acompañaban para que levantando el brazo fuera ungido como diputado federal. Se dejaron fotografiar como si se tratara de Ulises regresando a Itaca desde el histórico sitio de Troya y no de un presunto delincuente del que todos renegarían después. Muy en sus adentros él pensaba que Alexander Graham Bell inventor del teléfono fue el que lo hundió al no darse cuenta que muy fácilmente podían escuchar y gravar sus conversaciones; por los alambres parecía que estaba en el santuario de las aves.

Lo que recogió de la oficina que le habían asignado en el tercer piso del edificio B del Palacio Legislativo, entre otras cosas, una vieja fotografía de esas instantáneas que sacaban los fotógrafos en una cámara con cajón cuadrado de madera, asentada en un trípode y el fotógrafo oculto debajo de un trapo, instalada en algún parque de la localidad. Apenas salió la placa con el negativo los ácidos empezaron a dibujar la imagen en unos cuantos minutos. En ella se le veía el rostro juvenil al lado de quien con el tiempo adquiriría una no muy recomendable fama. Al verla le recordó la familia que había dejado en Michoacán. La miró mientras la sostenía con la mano lanzando un fuerte suspiro. Con el paso del tiempo la foto se había estropeado por lo que pocos reconocerían al personaje que lo acompañaba. Luego salió al corredor y bajo por la escalera desdeñando el ascensor.

¿Qué hice para que me traten así?, se preguntaba una y otra vez. La comitiva que le acompañó al entrar, que casi se empujaban para salir en las fotos de los diarios, se hizo, como luego dicen, ojo de hormiga. La veleidosa fortuna le había hecho una mala jugada. Vio unos soldados, que pasaban casualmente por el vecindario, lo que trajo a la memoria mejores días cuando jugaba, muy quitado de la pena, con soldados de madera que hacían volar sus fantasías de niño. Los días de vino y rosas le trajeron las notas musicales de su mandolina a la que le decía de cariño la jorobada. Ya adolescente junto con la palomilla de su barrio se iba de farra a llevarle serenata a las muchachas del pueblo. Le gustaba visitar al juzgado de letras donde un pariente trabajaba como mecanógrafo. Ahí conoció que el trabajo no lo haría rico.

Ya solo faltaba que las palomas hicieran lo que acostumbran encima del traje que llevaba el día en que limpiamente se coló hasta adentro del salón de sesiones. Mientras seguían las investigaciones sobre sus ligas con los chicos malos, se decía asimismo que no había pruebas que lo inculparan. Que no podrían con pruebas fehacientes comprobarle su participación criminal. Que si en el caso del ahora ex gobernador de Puebla se desecharon grabaciones, por haberse hecho clandestinamente, sin que obviamente mediara autorización expresa de los participantes, en su caso debería pasar lo mismo. Si se trata de declaración de testigos, cuyos testimonios sirvieron para encerrar a los alcaldes de la entidad, se vio la fragilidad de sus dichos al poner a los ediles afuera de las rejas. ¿Qué habrá pasado para que en este caso se desatara en su contra una hecatombe en la que lleva todas las de perder?

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