Me encanta recordar. Traer del corazón a la memoria aquellos recuerdos que me hicieron feliz. Y sin duda, uno de esos recuerdos, es el de mi madre.
Ella nació en el seno de una familia modesta, con el añadido de que a los pocos meses de haber llegado al mundo, mi abuelo murió y mi abuela tuvo que enfrentar la vida sola y criar a seis hijos.
Por eso mi madre no conoció más padre que su hermano mayor, mi tío Enrique, que la quiso como si fuera su hija.
Mi madre sólo cursó la primaria y aunque le otorgaban una beca para estudiar la Normal en Saltillo, mi abuela se opuso y tuvo que renunciar a esa oportunidad.
Poseía una memoria privilegiada y solía recitar de memoria poemas tan largos, como el de "Los motivos del Lobo", del que yo conservo algunos versos también memorizados, de todas las veces que la oí recitarlo.
Era una lectora compulsiva, aunque prefería las lecturas religiosas, como las vidas de los santos. Esa religiosidad exacerbada heredada de mi abuela, su madre, la practicó hasta el último de sus días.
Pero fue una madre abnegada y entregada por entero a sus hijos. Su mundo era su casa, mi padre y sus hijos.
Por eso, en días como éstos, extraño el olor de su cocina, sus consejos, sus retos que me impulsaban a ser mejor y sobre todo, sus valores que acostumbro seguir por elemental congruencia.
El amor de una madre es incondicional, puro y total; es capaz de dar su vida, por darnos la vida.
Practican la paciencia para enseñarnos a comer, caminar, vestirnos, bañarnos y hasta a andar por el mundo.
Recuerdos maternales a todos nos sobran. O cuando menos de la casa materna.
Basta el recuerdo de una jarra con limonada bien fría, al volver de la escuela, para remontarnos al pasado.
O como me pasaba a mí, pues mi madre solía preparar casi todos los días tortillas de harina y cuando yo volvía de la escuela mi casa olía a esas tortillas recién hechas.
Fue una excelente cocinera y era capaz de preparar los platillos más exquisitos, aunque a ella no le gustaran.
Recuerdo, en especial, con qué esmero preparaba el menudo que tanto le gustaba a mi padre, pero ella jamás lo probaba.
Preparaba postres deliciosos al gusto de cada uno de nosotros, aunque ella no los comiera. A mí me encantaba el pay de limón que me preparaba en mis cumpleaños.
No me importaba los regalos si ella cocinaba ese pay para mí. Ese era mi mejor regalo.
La madre es entrega, devoción y cuidado. Por eso yo no entiendo ni acepto cualquier agravio contra ellas.
Los hijos somos ingratos por naturaleza; y a veces nos rebelamos contra ellas, porque no comprendemos que, bien o mal, lo que hacen es por nosotros.
Para cuando comprendemos el sentido de sus actos, por lo común ya es muy tarde. Y el ciclo se repite, los hijos se rebelan contra nosotros.
Somos de una estupidez incomprensible.
De ellas aprendemos lo que es el amor sublime, la ternura y el gusto por la vida.
No hay, en el reino animal o humano, un ser más prodigioso que una madre.
Aunque nunca lleguen a pisar un aula, es el ser más inteligente y preparado sobre la Tierra.
Saben de todo y todo lo intuyen. Saben cuando uno anda mal o en malas compañías y rara vez se equivocan.
Si las mujeres, se dice que tienen por naturaleza un sexto sentido, una madre tiene siete.
No en balde, también, a la Tierra se le llama: "La madre Tierra"; o la Pachamama, como la llaman los indígenas.
Sólo quiero recordar, por último, las primeras líneas de un bello poema que todos conocemos: "Si tienes una madre todavía...Da gracias al Señor que te ama tanto".
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su Mano".