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Un muerto distinto

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

De seguro la muerte de Gustavo Sánchez Cervantes se va a olvidar, como otras, en la jungla de la impunidad y la indiferencia que, por lo visto, es la selva donde se libra el combate contra el crimen.

A fuerza de sumar miles, un muerto más no hace la diferencia. Sin embargo, el caso Sánchez Cervantes es distinto: marca el punto de inflexión donde del Estado y el crimen mandan a la reserva al frente y los reservistas actúan como pueden porque carecen del adiestramiento necesario y no forman parte del servicio activo o profesional de los bandos en conflicto. Están en el frente porque la batalla exige continuar la guerra.

El trofeo iluminado en la vitrina de la gloria es más brilloso que brillante: de quien sobreviva será el imperio de las ruinas.

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Con más declaraciones y versiones que con informaciones y conclusiones firmes se pretende hacer la mortaja de Gustavo Sánchez Cervantes.

Murió y no resta más que enterrarlo, es la divisa para echarle tierra a la pila de cadáveres expuesta y eludir, así, el cuestionamiento sobre la impunidad que sepulta sin justicia a infinidad de caídos en esta lucha. Impunidad que, aunque se niegue, anima y corona la brutal violencia de estos días.

El caso de Gustavo Sánchez reviste, sin embargo, un matiz distinto. Su muerte, desde luego, no es más importante que otras y es tan lamentable como todas, pero tiene un ingrediente extra: alerta de una doble realidad que provoca escalofríos.

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La primera realidad apunta un dato novedoso: la condición cívica de Gustavo. Sin desconocer su filiación y militancia partidista, no era en sentido estricto un político profesional sino fundamentalmente un ciudadano comprometido.

Se trataba de un hombre que, por los testimonios recogidos, gozaba de buena fama pública, además de aceptación y presencia social. Deportista, tenía un salón de taekwondo y también compromiso cívico-social. Tal parece, no era de aquellos que ante la adversidad encogen los hombros y dejan colgados los brazos. Eso se dice, del ciudadano muerto.

Si el rigor de la estadística obliga a darle el número 11 de los alcaldes ejecutados durante el año, es preciso no ignorar su diferencia. Encabezaba el municipio michoacano de Tancítaro no por una ambición personal de poder coronada con su elección. No. Simple y sencillamente -dicho coloquialmente- porque el cabildo en su conjunto renunció a aquello que a ningún político le gusta dejar: el poder. Se fueron los hombres del poder político porque, vaya paradoja, no pudieron con el poder criminal.

Tierra aguacatera, desde hace años Tancítaro comenzó a distinguirse también por ser territorio en disputa por el crimen que asuela a Michoacán y, entonces, el otro poder -el político- perdió espacio y quedó con un muy reducido margen de maniobra ante la delincuencia en guerra.

Afiliar el cabildo a un grupo criminal era enemistarse con el grupo desairado y, entonces, al poder renunciaron los políticos profesionales: alcalde, síndico y regidores. En diciembre del año pasado, se fueron. Optaron por sacrificar el poder político a cambio de salvar la vida física. Así de simple.

En ese marco se integró un Concejo Municipal, de donde emergió como su coordinador Gustavo Sánchez. A Morelia fue con el resto del Concejo a rendir protesta y, ahí, en el marco del procedimiento parlamentario, quedó bien claro que en Tancítaro no había condiciones para gobernar. Se tomó nota y, según esto, se reforzó la guarnición, allá fueron militares, policías federales y estatales. Aun así, Gustavo Sánchez fue ejecutado.

Si el político se fue, si el ciudadano fue ejecutado, ¿qué reserva le queda al Estado para decir que gobierna hasta el más remoto rincón de la República? Después del político y el ciudadano, no hay más. ¿Quedan reservas del lado del Estado para gobernar ahí? ¿Qué garantías se ofrecerá a quien, pese a lo ocurrido, levante la mano?

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La segunda realidad es terrible. Se resume en la forma, en los términos de la ejecución de Gustavo Sánchez.

No lo balearon ni lo colgaron ni lo asfixiaron ni lo decapitaron. No, lo torturaron y lo lapidaron hasta destrozarle el rostro y arrebatarle la vida. A pedradas lo mataron. Ese proceder, quizá, revela un ascenso en el nivel de la violencia: en la barbarie, el crimen encuentra regocijado un modo de expresión.

Ese ascenso en el nivel de la violencia, quizá, puede explicarse a partir dos posibilidades.

Una, los criminales también están echando mano de la reserva. Si los capos -excepción hecha, desde luego, del superaudaz Chapo- fueron eliminados o aprehendidos, si los operadores, lugartenientes y sicarios profesionales también, los encargados del negocio son los reservistas, criminales sin formación, experiencia ni desarrollo, pero no exentos de ambición para quedarse con la industria que presienten suya. Se ven como herederos naturales y se adueñan de ella a como dé lugar y ése, a como dé lugar, es el ejercicio bárbaro de la violencia. Si esa posibilidad es cierta, la violencia se incrementará y será todavía más cruel y cruda.

Dos, anima a la violencia la impunidad con la que los criminales rubrican sus fechorías. Si no hay castigo, lo más que puede perder el criminal es la vida y, en esto, su filosofía no es secreta: es mejor vivir poco pero bien, que mucho pero mal. Cada muerte sin esclarecer, cada homicidio sin castigar son una condecoración para el criminal.

Si el Estado sólo combate sin castigar al criminal, termina por animar su actuación. La sangre, entonces, da más sed.

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La República atraviesa uno de sus peores momentos.

El Gobierno Federal exige entender que la lucha contra el crimen es del conjunto del Estado y no la guerra personal del Presidente. Insta, así, a involucrarse en ella. Sin embargo, cuando un ciudadano atiende ese llamado y el gobierno lo abandona hasta dejarlo y, luego lo agravia, enterrándolo sin castigar a sus asesinos, es muy difícil llamar a más reservistas.

Si no se respalda y cuida a los ciudadanos que hacen suya esa lucha y si el combate al crimen no abate la impunidad, la reserva terminará por agotarse y, entonces, de seguro se intentará imponer estados de excepción a los cuales es preferible no llegar porque, después, regresar a la normalidad no será sencillo.

Si la República pasa malos días, Michoacán y otros estados sufren más: son el laboratorio de una estrategia de combate basada en el casco sin cerebro y de una práctica tentada por la idea de aprovechar un desastre social como una oportunidad política.

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Son ya muchos los muertos, darles debida sepultura exige castigar a los asesinos.

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