Siglo Nuevo

Una Navidad cualquiera

CUENTO

Ilustración: Lorena Murillo.

Ilustración: Lorena Murillo.

Fidencio Treviño Maldonado

Aún estaba oscuro cuando Dolores despertó la mañana del 24 de diciembre. En el jacal reinaba el silencio. Pedro, su esposo, dormía y ningún ruido venía del exterior. Dolores se levantó del duro suelo que les servía de cama; sus dos hijos, Israel de nueve años y Jacinto de siete, dormían también en el piso, en el lado opuesto del jacal. Dos quietos y modorros perros yacían a su lado.

La mujer alisó su vestido, echó un rebozo de color indefinido sobre su cabeza y hombros y salió; el frío de la madrugada entraba como cuchillo en su cuerpo. Cruzó descalza parte del gran patio que durante la noche se pintó de blanco y sorteando montones de haces o gavillas de candelilla y cenizas de la misma ya exprimida, llegó hasta un tambo de 200 litros, lleno a medias con agua. Dolores recogió un grueso leño y con un leve golpe rompió la delgada capa de hielo y con la fría agua se mojó la cara, secándose luego con las puntas del rebozo.

Removió las cenizas y sopló para avivar el fuego y de esta manera ahorrar un cerillo, en esos lugares los fósforos valen oro. Enseguida llenó un jarro con agua y arrojó en él unas hojas de canela y hojasé. En otro cacarizo recipiente de peltre puso agua a calentar, para enseguida preparar la masa y comenzar a hacer tortillas.

El fuego de la chimenea rompía la oscuridad reinante. Pedro ya salía del jacal y sin cruzar mirada o palabra alguna con su mujer, tomó una vereda infinita y culebrera hacia el monte. Los perros lo siguieron; apenas se dibujaban en el horizonte los grandes cerros amorfos de la Sierra de las Calabazas, en el semidesierto de Ocampo, Coahuila. El hombre regresó con cuatro asnos y en silencio puso el juste a cada uno. El quiote verde empezaba a madurar y pronto se secaría; después la candelilla y entonces habría que esperar hasta marzo o mayo para recolectar orégano.

Sin hablar y ya con los primeros claros del día, Pedro y su hijo Israel toman una vereda y pronto se pierden en la inmensidad del desierto; el frío aún cala. A media mañana, Dolores y el pequeño Jacinto saldrán a pastorear 15 chivas, propiedad de la familia.

Mientras Pedro va a pie, su hijo monta el segundo burro en la fila. El morral de ixtle con tortillas, frijoles y chile cuelga de juste del pollino. Como marcando la vereda va Jolino, un perro achaparrado y olfateador, y detrás de la caravana marcha la Pinta, pareja del Molino. Los caminantes llegan a la planicie y prenden una fogata para calentar su bastimento.

Para sus habitantes, el desierto no se define por mapas o líneas imaginarias, en esos parajes se distingue porque los días son fríos o cálidos, las noches son estrelladas o nubladas, el viento acaricia o hiere la cara. Pedro e Israel suben a un risco y desde ahí el padre le muestra a su crío cómo se otea el horizonte; con mirada de pájaro y perfil quijotesco le muestra por centésima vez los cañones de la sierra, las hondonadas. “Aquí -le dice- no hay barreras, el viento te indica el olor y el sol te marca la hora; al rato va a empezar a plumear, así lo dicen aquellas cenizas nubes del norte, a mí me lo enseñó tu abuelo y también tú debes saberlo”.

Jolino ha olfateado algo e Israel corre al lugar con una vara seca. Ahí está un hoyo y raudo comienza a escarbar; Jolino y Pinta nunca se equivocan y ahora descubrieron dos gordas ratas blancas, las cuales Pedro y su hijo atrapan; pronto son despellejadas y guardadas para la cena.

Israel y su hermanito no saben que es noche de Navidad, ni que en muchos hogares se sirve pavo al horno o que los niños de su edad reciben regalos y comen dulces hasta hartarse. Hoy los pequeños cenarán algo de carne magra de las dos ratas capturadas y también sorberán un trozo de quiote verde, que su padre asará a fuego lento en la fogata que diariamente prenden fuera del jacal. Y como siempre su madre tendrá a la mano unas cuantas galletas de animalitos, que mojadas en café o leche de cabra serán un manjar.

Esta familia es dueña de todo y de nada. De día el viento les marca el derrotero con sus aromas y cada jornada al ocultarse el sol, también esta Nochebuena, tienen el techo más grande y hermoso del mundo. Por ser invierno caen plumitas de nieve, pero aun ahora puede verse una estrella entre una rendija del nublado cielo. No es la estrella que cientos de hogares tienen rematando un triste árbol en sus casas, tal vez sea la misma que vieron los Reyes hace dos mil años.

Pedro y su familia no tienen corriente eléctrica, ni siquiera radio de baterías y esa noche no podrán escuchar el mensaje del presidente de la república, con su discurso que da desde una confortable sala con calor controlado artificialmente, sentado junto a su familia en un mullido y suave sillón de piel. No podrán ver que a la espalda del mandatario habrá una chimenea postiza con fuego que no destila humo, o que a un lado brillará un arbolito con luces intermitentes y esferitas multicolores. Desde ahí el jefe de gobierno hablará de los axiomas políticos del país, dejará caer sobre el territorio nacional su leguaje lleno de circunloquios, agregará todos los beneficios y las bondades del sistema.

Pedro y su familia son perennes e híbridos como las plantas del desierto que los rodea. Son gitanos y desarraigados en su propia tierra, sin embargo son como los gatos, no pertenecen a nadie y todo lo que sus ojos ven les pertenece a ellos.

Es 25 de diciembre. Pedro e Israel no saldrán esta vez a cazar la comida porque se los impide la nieve que cayó en la noche. Tal vez ordeñen tres o cuatro cabras y con su leche y un poco de azúcar Dolores preparará algún dulce o quizá atole, o por qué no, un trozo de queso. Fuera de eso, para la familia esta Navidad será igual a la anterior y a muchas otras que están por venir. Mientras, en el otro México las ciudades supuran esmog y sus habitantes conviven con los pleitos estériles de los políticos y la violencia incontrolable, viviendo como cada año una Navidad cuya alegría se mide de acuerdo al consumo de gastos en cenas, regalos y alcohol, sumidos en el tránsito trastocado de las urbes trasnochadas y en un futuro más gris que el rebozo de Dolores.

Correo-e: kinotre@hotmail.com

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