¿Por qué tenemos que crecer? Porque es ley natural y está en nuestra esencia.
Pero ¡qué ganas de volver a ser niño! ¡Qué ganas de regresar a los tiempos en que no había grandes obligaciones, si acaso hacer tareas escolares y estudiar un poco, para no sufrir regaños!
Yo fui un niño inmensamente feliz y deliciosamente desordenado. Pero mi madre con astucia y paciencia, me volvió ordenado.
Me encantaba regar la ropa por toda la casa; aventar los zapatos donde fuera y salir corriendo a jugar en el barrio.
Mi mochila, aunque de buen cuero, tenía que ser remendada cada inicio de cursos. Ahí íbamos, mi padre y yo, al Buen Despacho, para que la volvieran a coser; y la historia comenzaba de nuevo.
Los libros los traía todos deshojados, pero completos. No me faltaba ninguna lección, aunque varias las traía en la bolsa del pantalón.
Nada importaba, sino jugar y comer golosinas. La hora del recreo, era la preferida. Y si me corrían del salón me iba con gusto al patio de la Pereyra Chica a jugar con los más vagos de mi clase.
La vida del barrio, lo he dicho muchas veces, era toda una delicia.
Salíamos temprano a jugar en la calle, al bote pateado o al belit y no volvíamos a casa sino hasta la hora de cenar. Bastaba el primer grito de una madre, para que todos corriéramos a nuestras casas.
Los juguetes eran rudimentarios y a veces hasta confeccionados por nosotros mismos.
Un carrito de baleros o una cometa, eran "hechos en casa", pues no existían las avalanchas y las cometas de plástico.
Las canicas, el trompo y el balero, eran los juguetes más socorridos y nadie concebía la idea de idiotizarse con los juegos electrónicos.
Sólo los muy pudientes, tenían pistas de carritos eléctricos; y la bicicleta era el medio de transporte, infantil y juvenil, más socorrido.
Todavía en secundaria, hacíamos viaje en grupo, cada cual en su bicla, hasta la escuela. Y a la entrada de la Pereyra Grande, había dispositivos especiales para dejar las bicicletas.
Pero, en la niñez, nada importaba, en la mayoría de los casos, todo es felicidad.
Yo sé que hay casos, en que si bien aceptan que fueron libres, muy felices no lo fueron.
Pero en términos generales, todo era sencillo y emocionante.
Todo nos asombraba: el salto de una rana, el nacer de una flor, el vuelo de un avión o una tormenta eléctrica.
La curiosidad era inmensa. Una simple expresión debía tener una explicación.
Recuerdo haber oído alguna vez, preguntar a un niño, si "las nubes tenían patas". Y lo preguntaba porque había escuchado decir que "las nubes caminaban". Deducción equivocada, pero lógica.
En aquellos tiempos, la calle era el mundo.
La sinceridad del niño es innata e inofensiva. Al cojo le llama cojo y al tuerto, tuerto. No hay malicia en ellos.
La malicia la adquirimos conforme crecemos.
Somos, igualmente, los mayores, quienes les transmitimos el miedo a ciertas cosas, porque el niño no sabe que ese miedo existe.
En un tiempo, a nosotros nos asustaban con llevarnos y dejarnos con "Julio Cajitas". Un pobre hombre pedigüeño que deambulaba por la Alameda, que a nadie hacía daño, pero nosotros le temíamos como si fuera el diablo.
La niñez es libertad, sin límites ni ataduras. Se vive, como diría Serrat: "desquebrajando el viento y apedreando el sol".
Y más en aquellos tiempos, en que todo era disfrute y dulzura. Nada importaba ni nada era peligroso, aunque en realidad lo fuera.
Como aquella ocasión en que Chacha y yo, apedreamos un panal de miel, para robarles a las abejas. Más tardamos en pegarle al panal que las abejas en salir en nuestra persecución y nos picaron hasta que se cansaron. Y eso que en la casa de mi abuela había toda la miel que quisiéramos, pero lo interesante era quitársela a las abejas sin consecuencias, lo cual aprendimos, es imposible.
Sólo los niños atípicos, aman la escuela. Para la gran mayoría es odiosa.
Por eso he dicho, siguiendo a Bernard Shaw, que: "a los siete años, tuve que suspender mi educación para ir a la escuela".
La calle es la que enseña. La escuela educa, pero la calle enseña a desenvolverse adecuadamente. Porque los golpes enseñan.
Favorablemente para mí, yo repartía mi formación entre los amigos del barrio y los de la escuela. Los del barrio eran bravos, los de la escuela, eran más finitos.
Pero en ambos círculos, tenía excelentes amigos, algunos de los cuales conservo hasta la fecha.
La niñez en efecto, es libertad. No hay compromisos, ni citas, ni ataduras.
Se vive al día y ésa para mí es la mejor forma de vivir. Sin irresponsabilidades ni citas.
Después, la vida nos atrapa y, en la oficina, no se puede volar como lo hacen los niños.
Por eso creo que nunca deberíamos de crecer. Por todo lo que perdemos en el camino. Pero uno no hace la vida, sólo construye le propia. Por ello, cuando menos una vez al año, deberíamos volver a ser niños.
Volver a rasparnos las rodillas, romper los pantalones y ponernos en estado de absoluta libertad.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".