Si bien en crisis políticas anteriores –la Guerra Sucia o el levantamiento zapatista, sólo por citar dos–, el régimen tuvo la capacidad y la audacia de reconducir el problema a partir de la puesta en marcha de reformas graduales, esta vez la clase dirigente no quiere evitar que la crisis derive en ruptura.
Se tuvo y se tiene al gradualismo en la democratización del régimen como la fórmula que salvó del precipicio la paz pública, la estabilidad político-social y ensanchó la participación ciudadana. Ahora, sin embargo, la crisis ha sido agravada. El régimen se internó en su laberinto.
De mil y un modos, distintos sectores de la sociedad han enarbolado ante a la clase dirigente tres reclamos: uno, modificar la estrategia seguida en el combate al crimen; dos, ensanchar los canales de participación ciudadana en la democracia, y, tres, asegurar el margen de maniobra del próximo gobierno para darle perspectiva al país.
Pacífica, paciente, civilizadamente esas porciones de la sociedad han insistido en el reclamo y, esta vez, el régimen ha carecido de respuesta cabal. ¿Qué hacer cuando la clase dirigente le da la espalda a los dirigidos? ¿Qué hacer cuando el régimen, aún por instinto de sobrevivencia de sus dirigentes, se muestra incapaz de transformarse?
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Las armas dejaron de ser, desde hace mucho, el recurso para democratizar al régimen y, por si ello no bastara, en el momento mexicano son muchos quienes tienen armas y las usan. La violencia y la sangre golpean la puerta, desde hace tiempo.
El número de muertos, desaparecidos, lisiados y damnificados por la guerra desatada contra el crimen no tiene paralelo alguno con el saldo del movimiento estudiantil del 68, la Guerra Sucia de los setenta, el asesinato de neocardenistas durante el salinismo o el levantamiento zapatista. Son decenas de millares los muertos y los lastimados por la guerra de estos días y tal circunstancia –por más que se quiera– de ningún modo puede justificarse bajo el argumento de que no hay mucho que lamentar ya que se trata, en su mayoría, de delincuentes. Si bien habrá quien considere irreverente comparar aquellos muertos con los de ahora, lo innegable es que, en cualquier caso, se trata de mexicanos de los que no tendría por qué regarse su sangre. Algo se hizo mal para tener tanto criminal. Indudablemente, la motivación de aquellos movimientos sociales y la actuación de las bandas criminales es distinta, pero no lo es el reclamo ciudadano frente a la violencia, la pérdida de derechos y libertades o la innegable involución política que esa guerra está acarreando.
Desde muy distintas perspectivas, la ciudadanía más activa ha integrado uniones, organizaciones, movimientos, foros e instancias para reclamar al régimen abordar el problema político, social y criminal desde el ensanchamiento de la democracia y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Y, una y otra vez, ese reclamo ha quedado insatisfecho. ***
No es el caso reiterar cómo el origen del actual gobierno sembró el destino que hoy lo entierra. No, el caso es subrayar el punto de quiebre en que el país se encuentra y explorar las vías para evitar una ruptura. Hoy, el país se inserta en el sendero que conduce al relevo de la Presidencia y la Legislatura, y este es camino plagado de incertidumbres que, lejos de animar, minan la elección. La violencia criminal y la del Estado, lejos de garantizar y asegurar el concurso electoral, lo exponen al peligro y, a su vez, los principales protagonistas de él –partidos y precandidatos– juegan con temeridad a desarrollarlo sin ampliar los canales de participación ciudadana ni ensanchar el margen de maniobra al próximo gobierno. Insisten en reducir al ciudadano a la condición de elector y al gobierno a la administración por turno de una situación insostenible. Pese al afán de mostrarse diferentes ante la sociedad, subrayan cuán parecidos son, y eso es un contrasentido en una elección.
El priismo, el perredismo y el lopezobradorismo comparten, sin decirlo, una idea: no hay que hacer cambios ahora porque, en cuanto su abanderado ocupe la residencia de Los Pinos, la situación será una muy otra. El panismo no tiene discurso frente al problema, se pliega a la política de su gobierno y, entonces, hace suya la estrategia fallida. Ninguno de los partidos asume que, más allá de las presuntas cualidades de sus precandidatos, la estructura del régimen hará repetir lo ya visto. Si, en las crisis anteriores, los partidos reaccionaron para contar y hacer contar el voto así como para explorar nuevas fórmulas del reparto del poder, esta vez ni siquiera se interesan en consolidar los órganos que arbitrarán el concurso. Y si no están dispuestos a eso, menos a replantear el control y el sentido del poder. El poder lo defienden como patrimonio suyo y no de la ciudadanía.
*** Cancelar la posibilidad de hacer efectiva la reforma del poder a partir de la próxima elección y pretender contener el reclamo ciudadano es un suicidio. Es atentar –por absurdo que parezca– contra el instinto de sobrevivencia de los propios partidos y precandidatos, de la clase dirigente, y dinamitar la viabilidad de la democracia y el Estado de Derecho.
Desde 1997 con marchas, caravanas, cumbres, foros se reclama un principio elemental que, cuando un Estado no puede garantizarlo, no puede llamarse Estado: la seguridad y la integridad de sus ciudadanos. Y, desde el mismo año –al darse la alternancia en el Poder Legislativo–, se reclama que el equilibrio entre los poderes y el gobierno dividido no se traduzca en parálisis política y empantanamiento económico, sino en acuerdo y desarrollo. Ni lo uno ni lo otro se ha garantizado. Se crean nuevos cuerpos policiales, se modifican leyes para incumplirse, se ensayan estrategias destinadas al fracaso, se resbalan responsabilidades y el resultado está a la vista: impunidad criminal y negligencia política. Se practica un gradualismo invertido: se deterioran de más en más las instituciones y se recorre de regreso el camino avanzado. Sumar más armas a las armas en uso sólo arrojará más sangre, más violencia y más desencuentro. Insistir en el diálogo donde se repite lo ya dicho sólo acrecentará el malestar y la frustración que amenazan con ruptura. Es claro, entonces, que la resistencia civil mucho más firme y radical constituye el último recurso frente a una elección donde no hay de dónde escoger y, en sus términos, sólo ofrece cambiar el rostro de quien encabece un régimen que ya no sirve.
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