No es inmigrante indocumentado, tampoco terrorista, vaya ni siquiera se trata de un fanático religioso.
El asesino de Arizona, Jared Lee Loughner, de apenas 22 años de edad y quien mató a seis personas, era un estudiante mediocre e inestable con una vida hasta cierto punto normal en la apacible ciudad de Tucson.
El caso Jared semeja a los miles de jóvenes norteamericanos que terminan sus estudios de preparatoria y no logran encarrilar su vida académica y profesional por desequilibrios de personalidad derivados de una relación familiar disfuncional.
Por ello la llamada masacre de Arizona ha sacudido a la sociedad de este país y particularmente a la clase política que sufrió en carne propia tan terrible agresión.
Además de herir a la congresista Gabrielle Giffords, este sujeto mató al juez federal John Roll, lo que implica delitos de la más alta gravedad en la Ley norteamericana.
En los últimos años estos sucesos se han repetido con una frecuencia asombrosa. En 1995, Timothy McVeigh y su cómplice volaron un edificio público en Oklahoma con saldo de 165 muertos.
En el 2007, el estudiante Cho Seung-hui protagonizó una matanza en la universidad Virginia Tech en donde murieron 33 personas, incluyendo el joven asesino.
En el 2009, el mayor Malik Nidal Hasan ejecutó a doce personas y dejó heridas a otras 31 en un sorpresivo ataque realizado en la base militar de Fort Hood de Texas.
Estos violentos incidentes, entre muchos más, tienen varias similitudes: fueron cometidos en territorio norteamericano, por ciudadanos de ese país sin antecedentes penales pero con síntomas de un desequilibrio emocional que no fue valorado adecuadamente.
En Arizona son muchos los acusados. Por un lado los políticos belicosos como la gobernadora de Arizona, Jan Brewer, y los legisladores federales quienes rechazan leyes humanas y de concordia como el "Dream Act".
Las organizaciones civiles que han enrarecido el clima social de Arizona con sus ataques en contra de grupos minoritarios no se quedan atrás al igual que los medios de comunicación radicales. Comentaristas y locutores de diversas tendencias han envenenado al auditorio con sus posturas viscerales.
Tampoco escapan de la responsabilidad las autoridades locales, estatales y federales, quienes han sido incapaces de neutralizar a estos sujetos trastornados.
¿Por qué el sheriff Joe Arpaio se dedica a perseguir indocumentados pacíficos en lugar de vigilar a quienes compran armas en Arizona? ¿De qué sirven tantas patrullas, oficiales y equipo de seguridad cuando cualquier ciudadano mayor de edad puede adquirir armas de alto poder y convertirse en un asesino múltiple?
Loughner se convirtió en un experto en el manejo de armas a pesar de no ser militar ni policía. Se dio el lujo de adquirir la pistola asesina con todo y un cargador especial que dispara hasta 33 tiros de manera automática.
Pero a final de cuentas el principal culpable de tal matanza es la sociedad norteamericana que con su permisividad, libertinaje y confort, ha fomentado las condiciones para el surgimiento de seres humanos bárbaros y salvajes.
Ningún amigo, vecino o maestro de Jared Lee Loughner tuvo el valor de denunciarlo a pesar de los claros indicios de locura que mostró en los años recientes. Ni siquiera la policía local que conoció sus conductas demenciales lo puso en su lugar.
¿En dónde estaban sus padres y sus familiares cercanos cuando este sujeto descargó su pistola Glock en contra de la congresista demócrata? ¿Y en dónde los políticos que por temor a perder sus privilegios no son capaces de poner un hasta aquí a la cultura de guerra que vive Norteamérica?
Desgraciadamente en un país de tanto egoísmo e individualismo como Estados Unidos, nadie voltea al vecino en tanto no sea agredido física o verbalmente o bien cuando invade su propiedad privada.
¿Cuántos más asesinos en potencia andan sueltos y bien armados? ¿Quién o quiénes serán las próximas víctimas en este ambiente de belicosidad cargado de rencores sociales y étnicos?