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Asistencia y clientelismo, de Roma a Coahuila

Arturo González González

Cada año el Gobierno Federal, las administraciones estatales y los ayuntamientos invierten miles de millones de pesos en programas cuyo objetivo, al menos en el papel, es sacar a millones de personas de la condición de pobreza en la que se encuentran.

A simple vista parecería extraño que, pese a la ingente cantidad de recursos destinados a la asistencia social, la miseria en el país no sólo no haya disminuido, sino que, por el contrario, ha aumentado, como lo demuestra el más reciente reporte de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que indica que en México, entre 2006 y 2008, la pobreza pasó de 31.7 por ciento a 34.8 por ciento.

Pero al analizar la forma en la que los partidos políticos construyen sus bases sociales para llegar al gobierno o mantenerse en él, resulta fácil deducir el verdadero fin de dichos programas: la construcción de clientelas electorales. Dentro de éstas, lejos de adquirir un nivel de desarrollo que les permita cierto grado de independencia económica y autonomía política, los destinatarios de la ayuda afianzan su situación de carencia y dependencia. En vez de ciudadanos se convierten en clientes de los grupos en el poder, sujetos a los vaivenes del calendario electoral y la agenda partidista.

El clientelismo es una práctica —algunos autores lo llaman sistema— tan antigua como la civilización occidental. En la República Romana, el éxito de la carrera política de los patricios, quienes poseían el monopolio del ejercicio de las distintas magistraturas, dependía en gran medida de cuán extensas fueran sus redes clientelares. El aristócrata ofrecía protección y asistencia al plebeyo a cambio de fidelidad y obediencia, que se traducían en el voto a favor a la hora de los comicios. Con el tiempo, este “intercambio” de favores se fue haciendo cada vez más burdo. El escritor Isaac Asimov, en su libro “La República Romana”, describe de manera elocuente esta desigual relación de interdependencia.

“Por pobre que fuese (un ciudadano romano) podía votar, lo cual significaba que los aristócratas que aspiraban a un cargo elevado tenían que tomarlo en cuenta. Los políticos astutos e inescrupulosos comprendieron (…) que esos votos romanos estaban en venta. Buscaban la popularidad pujando unos contra otros, votando asignaciones de alimentos a precios reducidos para los ciudadanos romanos y (…) distribuyendo cereales gratuitamente. (…) Se sobornaba a la gente para que combatiese en las batallas de un líder contra otro, a menudo contra sus propios intereses.”

Si salvamos las distancias culturales y temporales, la descripción de Asimov podría adaptarse a lo que ocurre en México y Coahuila actualmente. Pero hay una diferencia sustancial: mientras que los personajes prominentes de Roma, al menos hasta antes de la crisis de la República, gastaban su propio peculio para tejer sus redes clientelares, los políticos de hoy y sus partidos echan mano de los recursos del erario para construir sus bases sociales y conseguir así el número de votos requeridos para ganar una elección. Es aquí donde los programas asistenciales juegan un papel de vital importancia.

Si bien la estructura de poder creada por el PRI en el siglo XX tuvo su fundamento en el clientelismo, los demás partidos políticos, sobre todo el PAN y el PRD, han replicado el modelo priista, el cual, por la creciente competencia electoral, se ha ido perfeccionando. Así lo explica Alberto Serdán, investigador de Fundar, Centro de Investigación y Análisis, A. C., en su trabajo “Programas sociales y elecciones”, enfocado en el sexenio del panista Vicente Fox, de quien, dice, pese a los aparentes esfuerzos de “erradicar la estructura clientelar y la cultura política paternalista (…) no dejó de acariciar la idea de beneficiarse políticamente de los programas sociales”.

En su investigación, Serdán establece las condiciones que propician el uso electoral de la asistencia gubernamental. Primero: “la dependencia que, para sobrevivir, tienen los pobres hacia los recursos transferidos por estos programas”. Segundo: “una débil cultura política entre los beneficiarios, así como una visión utilitaria del voto”. Y tercero: “la clara identificación de la procedencia de los beneficios (…)”. Para este último factor, “la acción de los promotores locales en la compra y coacción del voto es determinante”. El proceso electoral que está en marcha en Coahuila para renovar la gubernatura y el congreso local, no sólo representa una lucha mediática por el posicionamiento de los aspirantes sino, también, una batalla entre dos estructuras clientelares creadas en base a los padrones de programas sociales como Oportunidades, por parte del Gobierno Federal panista, y la Tarjeta del Hogar, por parte del Gobierno Estatal priista.

La familia Moreira, desde el PRI, ha construido una amplia red de clientelismo en todo el estado, apoyada en gran medida en el ambicioso plan de política social implementado por Humberto, el ex gobernador que el 4 de marzo asumirá la presidencia nacional de su partido. Rubén, el ex diputado federal y ex dirigente estatal del tricolor, utilizará esa estructura para buscar suceder a su hermano en la primera magistratura de la entidad. La rotunda negativa de la administración moreirista a publicar los padrones de sus programas sociales, pese a las constantes acusaciones de utilización político-electoral, conceden la razón a los denunciantes.

En contraparte, los seguidores de los Moreira, y ellos mismos, han lanzado iguales señalamientos hacia los programas federales implementados en Coahuila, los cuales, dicen, serán usados como plataforma electoral para la candidatura del panista Guillermo Anaya, como ya lo ha hecho el partido blanquiazul en otras entidades. Pero más allá de esta guerra de lodo, propia de todas las campañas, lo cierto es que la realidad de pobreza, y los estudios que se han hecho sobre la misma, confirman que la visión clientelista de la asistencia gubernamental prevalece pese a todos los “candados”. Y al igual que en la Roma aristocrática, lo que menos importa hoy a la mayoría de los políticos es el bienestar de las masas empobrecidas, sino el beneficio que puedan obtener de ellas. Bajo este esquema, cualquier política social no sólo enraizará las causas de la pobreza, sino que, además, obstaculizará el camino hacia una verdadera democracia.

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