Atrás de todo gran hombre siempre hubo una gran mujer.
Así a botepronto se me viene a la cabeza Mileva Maric de Einstein. Difícilmente se ha mencionado a la joven y brillante fisicomatemática, a quien el mismo Albert reconoció: “Tengo tanta suerte de haberte encontrado. Una criatura que es mi igual y que es tan fuerte e independiente como yo mismo. Qué feliz y orgulloso me sentiré cuando los dos juntos encontremos la conclusión de nuestro trabajo”.
Svetozar Varicak, un joven huésped de los Einsteins (la esposa de Einstein solía aceptar huéspedes para aligerar los problemas económicos de manera que su marido pudiera dedicarse sin preocupaciones al desarrollo de sus teorías) escribía a sus padres: “Siento pena por Mileva Maric quien aún estando embarazada y sin ninguna ayuda doméstica, después de cocinar, limpiar y cuidar de los niños todo el día; trabaja hasta altas horas de la noche resolviendo ecuaciones con su marido”.
Antes de partir a unas vacaciones, Mileva escribe a su padre: “Justo antes de salir terminamos un importante trabajo que hará mundialmente famoso a Albert”. Ahí tienen ustedes a una gran mujer atrás del gran hombre; pero ahí les va otra: Maria Sklodowska quien por matrimonio se convirtió en la Madame Curie que todos conocemos, fue una brillante fisicoquímica que además de dar muchas horas extra de clases para cubrir los gastos de la casa, cuidó y atendió a su esposo y a su pequeña hija Irene (quien “hija de tigre, pintita” compartiría con su madre el Premio Nobel de Química en 1935) y colaboró con sus conocimientos y muchas horas de trabajo al desarrollo de las teorías de su cónyuge. Menos mal que el señor Curie tuvo la delicadeza de morir a tiempo para que ella pudiera concentrarse en sus investigaciones sobre el radio y sus propiedades terapéuticas, y desarrollar el tratado de la radioactividad por el que se le otorgó el Premio Nobel de Química.
Y ya que hablamos de grandes mujeres cómo no mencionar aquí a la triste historia de Zenobia Camprubi, esposa de Juan Ramón Jiménez ganador del Premo Nobel de Literatura en 1956. En el diario que Zenobia comenzó a escribir el día que cumplió veintiún años de casada, desmiente la irisada historia de la pareja perfecta y se lamenta con amargura de la incapacidad manifiesta del escritor para ganar dinero. Pero entre otras perfidias cotidianas, esta inutilidad resulta incluso simpática. Juan Ramón Jiménez era un enfermo que pisó por primera vez un hospital psiquiátrico a los 19 años. Un hipocondríaco que en sus peores momentos creía estar agonizando y no podía hacer planes para el día siguiente porque creía que ya había fallecido. Un misántropo reseco, amargado, cruel y mezquino que hablaba mal de todo el mundo. Zenobia, la gran mujer tras el genio, era en cambio inteligente, generosa, activa, culta y alegre… y además escribía. A los quince años ya había publicado algunos cuentos aunque a partir de su boda puso su talento a disposición de un hombre de quien años más tarde reconocería con amargura: “nunca quiere hacer nada que yo quiera y siempre quiere que yo haga lo que él quiere”.
¿Qué sentido tiene permitirle acabar con mi existencia?, se pregunta Zenobia, pero lo permite porque vivió y trabajó siempre para un hombre que con sus exigencias impidió que atendiera debidamente el cáncer que la consumía; de manera que sólo dos días antes de su muerte, perdida ya el habla, Zenobia recibió la noticia de que su esposo había ganado el Premio Nobel.
Y para no cansarlos más, mencionaré por último el caso de Rosario Conde Picovea, quien además de esposa de Camilo José Cela durante cuarenta años, fue también su primera lectora correctora, mecanógrafa y secretaria; hasta que un buen día la pobre mujer apareció llorando públicamente. Estaba destrozada porque su marido le informó que no lo acompañaría a recibir el Premio Nobel ya que en su lugar había decidido llevar con él a la joven Marina Cataño, con quien tiempo después se casaría.
Como podemos ver, atrás de todo gran hombre ha habido siempre una mujer aguantadora, laboriosa y anónima. Es por eso que ante la noticia de que han condecorado con el Premio Nobel de la Paz a Ellen Johnson Sirleaf de setenta y dos años, madre de cuatro hijos, abuela de ocho nietos y ahora presidenta de Liberia; a Tawakul Karman periodista yemení de 32 años, casada y con tres hijos, que ha sufrido encarcelamiento por su oposición al régimen y es hoy la encarnación femenina de la protesta árabe; y a Leyhmah Gbowee de 39 años, activista por los derechos humanos de su pueblo y directora de la Red de Mujeres por la Paz y la Seguridad de África, me estoy preguntando si existirán los grandes hombres que las apoyaron en su lucha, o acaso será que como dicen por ahí: “atrás de cada gran mujer hay varios hombres que trataron de impedirlo”.
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