Cuando el papa Juan Pablo II llegó por primera vez a México, en un frío enero de 1979, inició un nuevo estilo de liderazgo en la Iglesia Católica que conmovió al mundo entero a lo largo de 26 años.
El pontífice polaco rompió estructuras, protocolos y tradiciones durante su mandato y sus extenuantes viajes por 130 naciones. Ningún otro papa ha visitado tantos países ni recorrido un millón y 123 mil kilómetros equivalentes a tres veces la distancia entre la Luna y la Tierra.
Para asistir a la Conferencia Episcopal Latinoamericana, Karol Wojtyla decidió emprender su primer viaje internacional a México, país que visitó en cinco ocasiones lo que originó una profunda y afectuosa relación entre los mexicanos y el papa peregrino.
Desde su primera gira, la grey católica mexicana se entregó de lleno al Papa, quien llegaba en aquel entonces a un país dominado por un gobierno unipartidista en donde la Iglesia no tenía reconocimiento legal ni existían relaciones diplomáticas con El Vaticano.
En esa ocasión, casi a escondidas, el presidente José López Portillo y su esposa recibieron a Juan Pablo II al pie de la escalerilla del avión papal en un saludo que duró escasos minutos. No hubo recepción oficial ni los honores que corresponderían a un jefe de Estado.
El gesto amable de López Portillo fue correspondido por Juan Pablo II con una visita a Los Pinos, en plan privado en donde familiares y colaboradores del mandatario no lograron contener su admiración hacia el máximo representante de la Iglesia Católica.
Luego se sucedió una y otra visita con intervalos de tres y hasta once años. En 1990 con Carlos Salinas de Gortari en el poder, Juan Pablo recorrió diez ciudades mexicanas y beatificó a Juan Diego. En ese entonces iniciaron las gestiones para alcanzar en 1992, el reconocimiento legal de las iglesias mexicanas y el establecimiento de las relaciones oficiales con El Vaticano.
En 1993, Karol Wojtyla realizó una fugaz visita por Mérida e Izmal, en el sureste de México, y fue de nuevo en enero, pero de 1999, cuando se llevaría a cabo la gira más esperada de todas y que culminó con una recepción espectacular en el estadio Azteca para agradecer al Papa su cariño y amor hacia México.
Imposible olvidar aquella oscura y helada madrugada de aquel enero, cuando hacíamos cola en las afueras de un hotel para abordar los autobuses que nos llevarían a la recepción de Juan Pablo II en la ciudad deportiva Magdalena Mixhuca.
Ahí divisamos a un solitario Vicente Fox, quien esperaba pacientemente como otros miles de mexicanos, el mensaje del Sumo Pontífice. Serán cosas del destino, pero año y medio después Fox se convertiría en el primer presidente de un partido de oposición en setenta años.
La quinta y última gira del Papa a México ocurrió en el año 2002, cuando vino a cumplir su añorado deseo de canonizar al indio Juan Diego y de venerar una vez más a su entrañable Virgen de Guadalupe a quien nombró como la Emperatriz de América.
La salud de Juan Pablo había venido a menos y a todas luces se evidenciaba su enorme esfuerzo por cumplir la agenda programada. Fue su despedida de los mexicanos porque tres años después, el sábado 2 de abril de 2005, falleció en Roma luego de una larga enfermedad.
Su labor pastoral en México es apenas una muestra de la enorme y trascendente labor que realizó como líder religioso y social en todo el mundo. Sería ocioso mencionar aquí los pormenores de su fructífero y valioso pontificado.
Por ello resulta mezquino y malicioso cuestionar la beatificación de Juan Pablo por una supuesta responsabilidad en los casos de sacerdotes pederastas, tal como si el Papa habría sido el policía o fiscal que no encarceló a los curas bandidos que abusaron sexualmente de menores.
Juan Pablo II es un líder extraordinario que es orgullo de católicos y de practicantes de muchas otras religiones y por ello millones de personas seguirán de cerca el próximo domingo su ceremonia de beatificación en Roma, aunque le pese a quienes todavía regatean sus méritos.
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