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Campamento

JUAN VILLORO

En los años setenta no íbamos de excursión a la naturaleza sino fuera de la realidad. Aunque las hormigas encontraban la forma de entrar a la tienda de campaña, demostrando que el campo tiene otros dueños, acampábamos para estar al margen de las convenciones de la vida burguesa y cerca del cosmos, que en esa época estaba en la mente: el lado oscuro de la luna era un disco de Pink Floyd.

Aunque ya no pedían que les habláramos de usted, los padres aún no se volvían suficientemente permisivos. La forma más sencilla de asumir las aventuras de la libertad y graduarte como adulto psicodélico era ir a la lejanía donde solo te vigilan los alacranes.

Conocí a Gregorio Sánchez Pin en la playa de Zipolite, a donde llegamos siguiendo el rumor de que ahí las gringas nadaban sin otra vestimenta que un signo de peace & love. Sánchez Pin tenía un aire de ermitaño atlético, pero sus virtudes eran contraculturales: se volvió indispensable porque llevaba una casetera con suficientes pilas para oír las obras completas de Incredible String Band.

Por un resabio atávico, yo había empacado un cuchillo de monte de los Amigos del Bosque. Aún no entendía que la naturaleza había dejado de ser el sitio donde tiemblan los conejos para convertirse en un desmesurado proyecto alternativo: cada claro en la maleza era una oportunidad de Woodstock.

Gregorio fue el primero que me reveló un misterio rural mexicano: "Ten cuidado: la Arcadia puede estar en terrenos ejidales". No acampábamos en el jardín del Edén sino en un país donde la reforma agraria llevaba décadas fracasando.

Con gran talento para las relaciones públicas, se hizo amigo de un comisario ejidal que nos permitió extender nuestros sleeping bags a cambio de unos pesos. Sánchez Pin siempre estaba sobrio y había sacado a varios intoxicados de las salvajes olas del Pacífico. Fue la compañía ideal durante dos semanas. Nos despedimos con un sentido de la hermandad profundo. Como es de suponerse, no nos vimos en más de 30 años.

El antiguo excursionista de la conciencia acaba de volver a mi vida a causa de otro campamento. Nuestros hijos decidieron hacer un curso de preparación para el examen de ingreso a la UNAM. Dos sexenios panistas no han podido acabar con el prestigio de la educación pública superior. Para decenas de miles de estudiantes, Ciudad Universitaria goza del aura intangible de la Ciudad Prohibida de Pekín.

La dificultad de acceso ha hecho que proliferen los métodos para preparar el examen. Uno de ellos tiene tal fama que los solicitantes acampan durante tres días para obtener ficha de ingreso. En esta circunstancia reapareció Gregorio. El destino de nuestros hijos nos unió con la misma fuerza con que buscamos un nirvana provisional en Zipolite.

También en esta ocasión mostró su sentido práctico. Repartía botellas de agua, barras de granola y mudas de ropa con la habilidad con que antes repartía casets pirata de Led Zeppelin.

Durante tres días nuestros hijos dormirían en la calle, haciendo cola para obtener cupo. De los mexicanos se puede decir muchas cosas. Una de las más fáciles de comprobar es que somos demasiados. En cualquier sitio hay alguien que se coló. Para impedir la irrupción de extraños, los acampantes dormirían formando una cadena humana, tomados de las manos.

Una metáfora de dos épocas: nosotros habíamos acampado para huir de la realidad; nuestros hijos acampaban para entrar en ella. Hoy en día, ninguna excursión es más extrema que la de conseguir un sitio en la vida cotidiana.

Se lo comenté a Gregorio y habló de los autistas digitales coreanos. Me contó que el talento de los asiáticos para la computación, y su altísimo grado de conectividad, han hecho que muchos jóvenes se aíslen, negándose a salir de su cuarto. Para reingresarlos a la normalidad, un grupo de instructores los lleva de campamento en plena ciudad.

Nuestros hijos hacían lo mismo, no por terapia sino por urgencia. Lo interesante es que enfrentaban el desafío con el entusiasmo con que nosotros enfrentamos las olas del Pacífico. Tres días en la banqueta les parecían pocos.

Nuestro hijo tuvo la suerte de dormir en el patio del colegio, lo cual hacía suponer que estaría entre los 1,200 seleccionados. Otros dormían sin la menor certeza de obtener ficha.

Los organizadores del examen habían colocado pancartas para que se respetara a los vecinos; ante cualquier duda ofrecían consejos y alentaban a los participantes. Parecían los organizadores de un concurso de rock de beneficencia.

Las voluntarias molestias del turismo alternativo de los setenta son en 2011 un modo de acceder a la vida diaria. Gregorio Sánchez Pin y otros "vagabundos del Dharma" tratamos de evadirnos en busca de nuestra esquiva y acaso ilocalizable vida interior. Ahora nuestros hijos miraban la calle, la banqueta y los coches como una naturaleza desafiante, pero conquistable. Su apuesta era más alta.

Salir de la realidad es un mérito muy inferior al de soportarla. Se lo dije a Gregorio. Nos dimos un abrazo de hermanos y quedamos de vernos pronto.

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