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Carne de cañón y de voto

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Cuando un gobernador como César Duarte reinterpreta el Himno Nacional y entona "un soldado en cada nini te dio" y un exgobernador como Benjamín Clariond dice que "están matando a muchos, deben de matar a más (delincuentes)", es evidente que la sangre y la muerte ha dejado de conmovernos y la violencia se entiende como la mejor forma de relacionarnos.

El derrame de esa cultura en la sociedad divide en soplones y en sospechosos a sus integrantes. El derrame de esa cultura en la política transforma al adversario en enemigo y al aliado en cómplice. El derrame de esa cultura en la economía hace de la competencia una lucha salvaje. Y, cuando esa cultura no se frena o destierra, barbaridades y atrocidades aparecen como costumbres.

Cuando la violencia social, política y económica cobra fuerza en el momento que un país se apresta a renovar su mando, no puede descartarse que la elección, lejos de presentarse como un concurso civilizado, se transforme en una lucha eliminatoria. En ésas estamos.

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Si es verdad, como dicen algunos estrategas del combate al crimen, que el incremento de la violencia es producto de los golpes asestados y el debilitamiento provocado a los cárteles, también debe de serlo que los próximos meses serán todavía más violentos.

La lógica es simple. Si el crimen está malherido, su supuesta debilidad y desesperación lo harán más osado en el ejercicio de la violencia. En aras de su sobrevivencia y prevalencia, buscará golpear donde más le duela al Estado y no hay más que dos lugares: en el ataque generalizado a la población y en el ataque particularizado sobre sus líderes que, en temporada electoral, son por naturaleza los candidatos.

Llama por eso la atención que, en esa delicada circunstancia, los poderes formales y los poderes informales -supuestamente inscritos en el marco del Estado- en vez de enfriar, calienten la plaza, al tiempo que acuerdan no hablar más de violencia, aunque sí practicarla en sus distintas vertientes.

Mejor situación para rehacerse no puede encontrar el crimen. Si la élite política y económica que lo combate hace de la confrontación y la división su hábitat, el crimen encontrará la oportunidad de oro para reponerse y jugar a desestabilizar al país justo cuando, por la misma naturaleza de las elecciones, partidos, candidatos y adláteres subrayarán sus diferencias y no sus coincidencias.

Hay diferencias de grado, pero sólo de grado, entre la forma en que se conducen los cárteles criminales y los cárteles políticos, económicos y sindicales. Puede escandalizar la afirmación, pero se parecen. De modos distintos juegan a constituirse en fuerzas hegemónicas a partir de la confrontación y la fractura.

La lucha por controlar la industria del crimen, el mercado de la política, la industria de las telecomunicaciones así como los pivotes electorales que legalizan y legitiman -el instituto y el tribunal electoral- la actuación de los actores políticos convergen en dos puntos: el propósito, manifiesto o no, de debilitar al Estado y la democracia, así como en el propósito, manifiesto o no, de irritar a la sociedad por quedar permanentemente sujeta a la extorsión criminal o política o económica de los cárteles -por no decir, gangs- que se disputan, con o sin disfraz, la República.

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Cuando se mira con frialdad la labor de zapa que los líderes políticos realizan sobre sus propios partidos no puede más que entenderse que la democracia está mucho más lejos de donde dicen y el Estado de Derecho un poco más adelante.

El maltrato que el presidente Felipe Calderón dispensa a la dirección de su partido, los compromisos en que Enrique Peña ha embarcado a su partido sin ni siquiera ser candidato, el brutal desprecio de Andrés Manuel López Obrador por el partido que encabezó y usó, así como la tímida reacción de quienes juran estar decididos a rescatar a los partidos ponen en evidencia la debilidad de los cimientos en que se finca la democracia mexicana.

Si, en verdad, Santiago Creel y Josefina Vázquez Mota están decididos a buscar la candidatura presidencial ya es hora de que apoyen y demanden a la dirección de su partido rechazar la intervención del jefe del Ejecutivo en las decisiones de Acción Nacional. Si, en verdad, Humberto Moreira es presidente del PRI y no el patiño contratado para provocar al panismo, tendría que llamar al orden a Enrique Peña para no comprometer al tricolor con el corporativismo sindical y los intereses de la televisora que lo trae, y emparejar el terreno para que otros precandidatos participen. A él, que tanto le gusta hablar de blanquillos, debe de saber que no es recomendable traerlos en un solo canasto. Si, en verdad, Andrés Manuel López Obrador cuenta con la estructura político-territorial que presume, debería dejar de tapar el sol azteca con un dedo y buscar el registro del Movimiento de Regeneración Nacional como partido.

Todos deberían exigir, a la vez, a los grandes intereses económicos competir dentro de los canales institucionales, en vez de exhibir y vulnerar al Estado. Debilitar a los partidos y dejar que los poderes fácticos jueguen por fuera del marco del Estado, además de darle oportunidades peligrosas al crimen, aleja la democracia y arriesga la fractura del Estado.

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Si la élite dirigente no advierte que en el juego violento o confrontacionista de los poderes fácticos, criminales o no, formales o no, se está decidiendo quién debe ser el próximo presidente de la República, deben dejar de hablar de la elección presidencial como la fiesta de la democracia. No hay fiesta, hay luto.

El crimen y las elecciones han sido el motor de este sexenio, a ningún otro asunto se le ha puesto tanta atención como a esos dos. Y ni en uno ni en otro la civilidad y la legalidad han estampado su sello. Por el contrario, la violencia en uno y el clientelismo en otro son la huella. La extorsión es su denominador común.

Llamar al electorado a las urnas sin decirle que los grandes poderes fácticos han escogido ya a su favorito será un engaño. Se estará pidiendo cumplir con el trámite de depositar el voto en la urna, cuando la elección ha sido hecha de antemano.

Por su naturaleza, el campo electoral no puede oler a sangre ni violencia. Exige civilidad, no barbaridad. Ojalá alguien le diga al gobernador Duarte que el primer empleo de los ninis no puede ser el de carne de cañón, y al exgobernador Clariond que matar más es parte del problema, no de la solución.

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