Los vientos de marzo despejaron dudas. Hay, ahora, más certezas: algunas interesantes y esperanzadoras, otras lamentables e inquietantes. En su conjunto, perfilan un horizonte complejo y accidentado, el marco de la sucesión presidencial.
La oposición renovó sus dirigencias. La frustración y desesperación presidencial marcó la política exterior, en particular, hacia Estados Unidos, y la falta de coordinación gubernamental la política interior. Los gangs, con y sin certificado criminal, intensificaron su disputa por el espacio y el mercado. Los precandidatos opositores a la Presidencia dejaron ver de qué están hechos. La fragilidad y la parcialidad asomaron el rostro en el instituto y el Tribunal Electoral.
Los vientos borraron dudas, se llevaron oportunidades y polinizaron definiciones sin anticipar su fruto.
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El priismo y el perredismo concluyeron la renovación de sus dirigencias, mientras el panismo mantuvo sin definir la relación del presidente del partido con el presidente de la República.
Esa certeza tiene, sin embargo, un detalle delicado. En los tres casos, a las dirigencias les falta peso ante los aspirantes o, bien, ante los hombres fuertes decididos a influir en la selección del candidato. La debilidad de los partidos como instituciones quedó en evidencia y, por ende, la fragilidad de los cimientos de la democracia. La subcultura de los caudillos pesa más que la cultura de un régimen plural de partidos.
Si Gustavo Madero no ha conseguido establecer el entendimiento con el presidente Calderón, Humberto Moreira se fascinó en la idea de presentar al priismo no como una fuerza renovada en vías de recuperar el poder sino como una vieja maquinaria lubricada, y el perredismo, al coronar una dirección bicéfala, reivindicó el conflicto y la división como su hábitat natural.
El origen de las nuevas dirigencias partidistas revela que su permanencia o, al menos, su peso depende de quién resulte candidato y no a la inversa. Los candidatos escogen partido y dirección, el partido y su dirección no escogen al candidato.
Qué bueno saber quiénes conducirán el proceso de selección de los respectivos candidatos; qué malo saber que esas dirigencias dependen del candidato.
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Ese galimatías obligó a los precandidatos a mostrar más decididamente el afán de coronar su esfuerzo con la candidatura.
En esa perspectiva, los priistas Enrique Peña y Manlio Fabio Beltrones tomaron riesgos a lo largo de estas últimas semanas. El senador Beltrones ganó espacio político y mediático al mover sus piezas en un tablero interesante: colocar al centro del debate la propuesta de reforma fiscal y, de ese modo, obligar a sus adversarios internos y externos a definirse frente a su propuesta. Tomó la iniciativa política y, sin importar el destino de la reforma, obtuvo ventaja.
En el contraste, Enrique Peña comenzó a ver que su aspiración presidencial no queda resuelta con la compra de más tiempo-aire en televisión. Se le pescó con los manos en la masa o, si se prefiere, con las manos de sus colaboradores en las despensas electorales; con los ojos bien abiertos ante el descubrimiento de la reunión privada donde se cabildeaba una resolución del Tribunal Electoral a su favor; con asombro al ver salir, públicamente, en su defensa al abogado de la televisora que cobija su pretensión.
En esa perspectiva, Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard también tomaron acciones más osadas. El tabasqueño mostró músculo y cerebro político presumiendo la estructura territorial en que finca su ambición y presentando la edición corregida de su proyecto de nación bajo el padrinazgo de intelectuales comprometidos con su causa. El defeño, en el contraste, sufrió un cierto descalabro en el consejo perredista donde no pudo presentarse como el hombre de la conciliación y, dado el carácter bicéfalo de la dirección (con la presencia de Dolores Padierna-René Bejarano en ella), se verá obligado a dar muestras de enorme audacia para mantener con vida su aspiración presidencial.
En esa perspectiva, los aspirantes panistas marchan al ritmo que les impone la oposición y el calderonismo. El presidente Calderón intenta frenar, por un lado, la precipitación del juego sucesorio pero, por otro lado, se resiste a perder la oportunidad de influir en ese juego. Esa indefinición afecta por igual a los precandidatos calderonistas como a los no calderonistas y, sin duda, vulnera todavía más el concurso del panismo en la elección presidencial. Ni se encartan ni se descartan los precandidatos panistas.
En suma, los vientos de marzo en vez obligar a los precandidatos a abrigarse, los hizo destaparse y eso es bueno.
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Las ráfagas peligrosas de marzo tuvieron registro en el campo que los gangs, con y sin certificado criminal, se disputan.
La maestra Elba Esther Gordillo recibió con júbilo la primavera, los vientos soplan a favor de su influencia política y la convierten en la consorte tanto en el Estado de México como en la República. Ella escoge al príncipe. La penuria estructural de los partidos y la ambición de los precandidatos hacen del corporativismo una divisa fuerte en el mercado político y ella juega, pero sólo a ganar. Hay vida después del foxismo y del calderonismo, y lo disfruta. La mejora educativa puede esperar, la fuerza del magisterio, no.
La confrontación de los monopolios de las telecomunicaciones ante la nulidad de la autoridad es una variable que, mientras más tiempo pase, pesará más en la sucesión presidencial. Y, por lo visto, más tiempo va a pasar. La idea de que esa confrontación no tiene vasos comunicantes con la situación preelectoral es equivocada.
Las organizaciones criminales también juegan sus cartas. La frustración del presidente Felipe Calderón -de acuerdo con Barack Obama (a ver si Los Pinos no pide su relevo)- ante el crecimiento de la actividad criminal advierte una amenaza ya no para el actual gobierno, sino para el proceso electoral. En ese campo, la inconsciencia de la administración y del conjunto de los partidos abre la puerta a la variable más peligrosa de la sucesión presidencial.
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Los vientos borraron dudas y sembraron certezas que, en su conjunto, colocan al país en uno de esos momentos en que la historia define su rumbo, se tenga o no la dirección adonde se quiere llegar.
El panorama se ha despejado, pero no es el mejor. Los precandidatos deberían, al menos, consolidar la credibilidad y la imparcialidad del instituto y del Tribunal Electoral. Sin esa certeza, la incertidumbre gobernará ahora y después.
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