Como todo hombre de 81 años debería, y a 5 años de la muerte de su madre (quien a sus 96 lo acompañaba a los premios Oscar) Clint Eastwood reflexiona sobre la muerte y la posibilidad de una existencia después de ésta. Lo hace con su estilo de narración de adornos mínimos, con un presupuesto holgado y satisfaciendo un antojo cosmopolita con sus locaciones y actores. Clint, libertario y ajeno a cualquier organización religiosa parece, a primera vista, abogar por la posibilidad de una vida ultra terrena.
Más Allá de la Vida arranca con una escena impresionante, que debe proveer la adrenalina necesaria para sostener las dos horas restantes de la cinta, que transcurren meditativas o de plano morosas. Se trata del tsunami del 2004, experimentado a ras del suelo por una reportera francesa que compra suvenires en una apretujada calle tailandesa. Luego de casi morir ahogada, la mujer vuelve a respirar y recuerda un túnel, una luz blanca difusa y gente observándola, es decir, la postal más trillada que pueden enviar a casa los turistas mortuorios. Al volver a París, la reportera no puede concentrarse en su trabajo, y opta por dejarlo e investigar casos como el suyo.
Mientras tanto, un par de gemelitos londinenses sufren el abandono de su madre drogadicta, y luchan por rehabilitarla y esconder su situación a los servicios de protección infantil. Sus patéticos esfuerzos tendrán resultados letales para uno de ellos. Y por último, en San Francisco está el médium renuente, que hace tiempo ha abandonado los trabajos de percepción extrasensorial a sueldo y se dedica a oficios mundanos. Escrito está que las tres historias han de encontrarse, y no en las estrellas, sino en un guión predecible.
Quizá de manera injustificada queremos ver en la cinta, más que un trabajo de ficción, una declaración de principios. Son tan pocas las películas que abordan de manera seria el tema, que la opinión de Estwood al respecto sería digna de tomarse en cuenta. Pero luego de un frío análisis vemos que Clint, en las experiencias cercanas a la muerte que narra, no se ha atrevido a mostrar más que alucinaciones reconfortantes; y en su personaje central, el vidente, un tipo bien intencionado con habilidades extraordinarias para atisbar el pasado de los desconocidos con un mero toque de manos.
Eastwood, viejo mañoso, nos deja creer en el más allá, si es nuestro gusto. Pero también nos permite asumir que el aire misterioso y reconciliador que adopta el médium al hacer sus lecturas proviene de una deformación profesional, de su habilidad para extraer de los recuerdos dolorosos aquellas palabras que los clientes necesitan y quieren oír. Así, el octogenario director no se compromete, y nos deja que sigamos en nuestra solitaria búsqueda de la verdad. Una búsqueda que es como un choque de trenes, porque por la misma vía, inevitable, inexorable, ella también viene a encontrarnos.