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CINECRÍTICA

SPLICE: EXPERIMENTO AMORAL

MAX RIVERA 2

El camino a los avances médicos es largo y tedioso. Parece que el único atajo permitido es el de los accidentes felices, cuando un experimento o una observación arrojan datos que no se esperaban y hacen avanzar las investigaciones a paso veloz o con rumbo distinto. De ahí en más, protocolos, pruebas y registros sin fin. Así funciona la medicina moderna y, ¿sabe qué?, es mejor que así sea. Si la cura del cáncer o la regeneración de miembros perdidos, o el crecimiento de cabello nuevo en la coronilla, no logran llegar en nuestro tiempo de vida, ni hablar. Al menos tuvimos vacunas contra la polio y aspirinas.

Porque la tentación de tomar atajos lleva a callejones fraudulentos, como el remedio para adelgazar que transmiten a las 2 de la mañana; o a sótanos horripilantes, como el de Josef Mengele y sus experimentos con prisioneros en campos de concentración nazis. O bien, a castillos como el del Dr. Frankesntein, galeno inmortal, inmoral, que luz a tantos imitadores de celuloide ha dado. Los hijos de Frankenstein son más que los niños del Brasil, todos ansiosos por insultar a Dios y ser reconocidos por sus pares por ello. Splice nos trae una variación más del mito, con fallas considerables al final, pero con logros importantes en el camino. Sobre todo en lo que se refiere a relaciones sexuales inter especies, presentadas de una manera que no soñarían ni los granjeros más aislados.

Una pareja de científicos, que también es pareja sentimental, logra crear una nueva especie de animal, mezcla de muchos otros, cuyo único objetivo es generar proteínas de las cuales sea fácil extraer nuevos medicamentos veterinarios. Se trata de bichos tan horribles que nadie pensaría en defenderlos ni adoptarlos como mascotas, y ese es el primero de los dilemas éticos que nos plantea la cinta, porque muchas veces la compasión se basa en apariencias. Este éxito de los científicos les permite recibir trato preferencial de la compañía para la que trabajan, y se mueven a sus anchas en el laboratorio, disponiendo de los materiales como propios. Esta libertad los lleva a tomar, sin autorización, el siguiente paso lógico para toda mente inconsecuente: ¿Por qué no incluir ADN humano en la mezcla, y curar las enfermedades que aquejan al hombre? ¿Qué podría salir mal?

Nota importante: la compañía no los deja avanzar porque requiere patentar lo logrado y capitalizar las ganancias de la primera fase, antes de lanzarse a la segunda. Mientras, a escondidas, la pareja crea al primer híbrido humano-animal, una criatura inolvidable que logra extraer, de sus dos mundos, los peores rasgos posibles. Cada deseo, cada urgencia que ha sentido, imagínela magnificada por su lado animal; y cada envidia y cada rencor, liberados por un ego incontrolado. Los padres de la criatura (que no pueden verse de otra manera) pagarán en carne propia sus errores y omisiones, igual que si de un hijo normal se tratara. Mala idea mezclar la megalomanía y la genética. Para locuras, bastan las de la madre naturaleza, que hace y deshace a sus anchas en este enorme laboratorio.

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