Beato, qué palabra tan fea, casi peyorativa. "Ese es un beato", o una beata, se dice con cierto desprecio, de quienes por falta de ocupaciones o intereses que los requieran en el mundo, se refugian en la iglesia.
Con el debido respeto, creo que Karol Wojtyla hubiera preferido que lo declararan ¡Santo Súbito! como pedía en medio de lágrimas la multitud congregada en la Plaza de San Pedro aquel 2 de abril de 2005 al anunciarse que después de una larga agonía, Juan Pablo II se había marchado a la casa del Padre; o de perdida que lo dejaran simplemente como estaba, ya que ser Juan Pablo II era más suficiente para un hombre genuinamente sencillo como él.
Creo que tanta pompa y circunstancia para otorgarle sólo una beatería, no le debe haber hecho ninguna gracia a quien en este mundo fue el iconoclasta que rompiendo la centenaria tradición de Papas italianos, en 1978 surgió del otro lado de la cortina de hierro para convertirse en el primer jefe de la Iglesia de Roma; no italiano.
Tampoco hay que olvidar que como un moderno diplomático, recorrió el mundo y visitó nuestro país en varias ocasiones. La primera en 1979 cuando en un acto insólito, besó el piso al descender del avión en tierras aztecas, a donde volvería en 1990 para beatificar a Juan Diego, en el 93 a reunirse con grupos de indígenas, en el 99 en que nombró a la Guadalupana como Reina de toda América, y finalmente en el 2002 para ungir en santo a nuestro Juan Dieguito.
Y miren si sería iconoclasta que en 1999 reconoció públicamente que "El infierno, más que un lugar, es una situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios".
Ya para entonces yo conscientemente descreía del infierno, aunque tampoco era cosa de confiarme porque ¿qué tal si al morirme el diablo me hacía chicharrón? Pero Juan Pablo II no se quedó ahí sino que fue más lejos declarando que "el cielo no es un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios".
Por mí mejor, porque la idea del cielo sin siquiera una pequeña tentación en la que caer; siempre me provocó un poco de ansiedad. Aunque el reconocimiento Papal llegó tarde porque después de Galileo, era ya muy difícil creer en el espantajo de un infierno con trinches y tizones; sin embargo tocar esos temas era peligroso.
Por andar con esas ideas, en el año 1600 quemaron vivo a Jordano Bruno; en 1616 a Copérnico y en 1663 a Galileo. Más moderno, aunque todavía con graves riesgos de anatemización, Hans Kung, profesor de teología de la Universidad Católica de Tubinga, sólo fue apartado de su cargo cuando en 1975 escribió: "No se puede hoy, como en los tiempos bíblicos, entender el firmamento azul como parte exterior del salón del trono de Dios, sino como imagen del dominio invisible de Dios. El cielo de la fe no es el cielo de los astronautas. No es un lugar sino una forma de ser".
Y por último, nuestro iconoclasta mandó al infierno el infierno al declarar: "No debe entenderse como un lugar del mundo supraterrestre o infraterrestre, sino como exclusión de la comunión con el Dios vivo".
Con el reconocimiento oficial de Juan Pablo II ratificado a principios de 2011 por Benedicto XVI, quedó eliminado también el limbo, ese territorio en la Babia para las almas cándidas que morían sin bautizar; con lo que quedaba claro que fuera de la iglesia romana no había salvación.
Finalmente hasta el purgatorio, ese lugar donde las almas debían purificarse por el fuego antes de ascender al cielo; cayó también en desuso. "El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es un fuego exterior, sino interno"; reconoció el actual Pontífice, y yo, que habito la mayor parte del tiempo en mi personal purgatorio, le doy la razón. Tal vez no tan innovador como la Iglesia Romana de fines del Siglo XX hubiera requerido para ponerse al día; pero Juan Pablo II fue al menos una bocanada de aire fresco, para los oscuros recovecos del Vaticano, y fue también quien tuvo la fuerza moral de pedir un público perdón a los judíos, estigmatizados por la Iglesia de Roma con la culpa ancestral de haber matado a Jesucristo.
Qué mejor prueba de que Juan Pablo II creyó en Dios, pero también creyó en el hombre. Su estilo sencillo y espontáneo le permitió acercarse a la gente de todas las razas, lenguas y religiones. Indudablemente Juan Pablo II fue un alma grande, aunque las denuncias ignoradas o silenciadas de sórdidos casos de pederastia cometidos al amparo de las sotanas católicas; y muy especialmente el caso de Marcial Maciel, ese gran farsante a quien se le imputa la responsabilidad directa de medio siglo de delitos, a pesar de la existencia de pruebas, que ahora se sabe, se conocían en el Vaticano desde 1950, debían por lo menos haber empañado el proceso de beatificación. Para recuperar la fe extraviada, el mundo necesita santos y héroes inmaculados.
adelace2@prodigy.net.mx