Cosas de niños
Adela Celorio
“Te la traigo para que le pegues por respondona”, explicaba la tía Magda a mi abuela, quien sin más soltaba dos bofetones a la ‘bocafloja’. En lugar de amedrentarse, la chiquilla les gritaba: “Viejas putas” antes de salir corriendo, y con la agilidad de un mono araña trepaba por el tronco del robusto árbol de mango que daba sombra al patio de mi abuela, y desde ahí, a falta de piedras, mi indomable prima arrojaba mangos verdes contra su madre y nuestra abuela. Yo, que siempre fui una cobardona, desde el fondo de mi corazón deseaba que los mangos dieran en el blanco.
No es bueno generalizar, y si bien es cierto que siempre hubo padres consentidores y laissez faire, la verdad es que la pedagogía de los años sesenta se basaba en principios tan rotundos como: “La letra con sangre entra”, “quien bien te quiere te hará llorar”, “el pan ajeno hace al hijo bueno”... Cosas así de amenazantes nos decían a los niños para mantenernos a raya. El mundo de mi infancia era sólo para adultos, y los niños éramos solamente una molestia que había que soportar mientras crecíamos.
Yo crecí con miedo: a los gritos y a los castigos de mi padre, a las malas calificaciones con que amenazaban los maestros, a la humillación de salir reprobada. A Frankenstein, al Trasgo, al viejo del costal que se llevaba a las niñas malas, a que mis padres cumplieran la promesa de mandarme a un hospicio por mal portada. A mi incapacidad para obtener una calificación decente en conducta, y a mi abuela materna que era un general prusiano. Miedo a que mi comportamiento social no fuera satisfactorio: buenos modales en la mesa, saludar con cortesía; y con aquello de: “Dale un besito a tu tía” tenía uno que besar viejas con verrugas y bigote, viejos malolientes y lo que tocara.
Nalgadas, cinturonazos y bofetones eran prácticas pedagógicas aceptadas. La gorda, la flaca, la mechuda, o como en mi caso “muchachita sobresalida”, eran etiquetas que le colgaban a uno con toda naturalidad sin que nadie hablara de traumas ni de autoestimas lastimadas. En la casa mandaban los padres, en la escuela los maestros siempre tenían la razón, y los derechos de los niños eran impensables. Ellos mandaban, nosotros obedecíamos. Un seis en la boleta era lo que llamábamos ‘panzazo’. Tan impresentable calificación cancelaba cualquier privilegio: no tendrás domingo, no verás la tele, no saldrás a jugar, no, no, no... Un amigo me cuenta que de niño creía que se llamaba No.
Pero apareció Elvis Presley, llegaron los Beatles y los hippies, y el mundo dio un giro de 90 grados. Ahora somos los mayores los que vivimos amedrentados con los chiquillos. Recientemente uno de los niños de la familia, curioso e inteligente pero muy inquieto, apareció con un seis en la boleta de calificaciones y sus padres se decepcionaron muchísimo ¡pero de la escuela! Se negaron a pagar la reinscripción para el próximo curso si antes los maestros no se comprometían a apoyar al niño para que el ignominioso seis no volviera a repetirse.
Pequeños dictadorzuelos, los chiquillos de hoy con dificultad nos hacen el honor de levantar la vista de sus BlackBerrys y sus iPods cuando pretendemos hablar con ellos. En este mundo de niños sobreprotegidos y padres amedrentados, la aparición de El himno de batalla de una madre tigre de Ami Chua -una madre china que vive en Estados Unidos- ha desatado una fuerte polémica. Las madres occidentales están obsesionadas con la autoestima y la diversión de sus hijos, con dejarlos ser ellos mismos. Y al no importarles la disciplina, los acaban convirtiendo en adultos frágiles e inestables, incapaces y vagos. En definitiva, unos fracasados, afirma Ami Chua. Me parece muy aventurada esta afirmación pero creo que algunos padres harían bien en tomar nota.
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