Cuando florecen los cerezos
Con una mirada poética y honesta, la cineasta alemana Doris Dörrie consigue hacer en Las flores del cerezo una personalísima y tierna reflexión sobre cómo la tragedia de la muerte se puede convertir en una oportunidad de vida.
En el principio fue la pareja. Luego la rutina. De pronto vino la expiración. Y con ella, el cambio: un viaje que se convierte en búsqueda. Entre la efímera belleza de los cerezos en flor, surge una danza, la de las sombras. Al final, bajo la mirada de un tímido volcán, la muerte -omnipresente- otorgará la plenitud al par... y los rollos de repollo ya estarán completos.
Esta es la historia que narra Las flores del cerezo (Kirschblüten - Hanami, 2008), la más reciente cinta de la directora germana Doris Dörrie, quien con exquisita sensibilidad pone en pantalla una honesta y poética reflexión sobre el amor después del tiempo y la partida, la fragilidad de la existencia y las distancias físicas y morales de la sociedad contemporánea.
UN SUEÑO POST MÓRTEM
Rudi (Elmar Wepper) y Trudi (Hannelore Elsner) forman un matrimonio de edad avanzada que lleva una vida tranquila y monótona en un pueblo de Baviera, Alemania. Él es un burócrata sin mayor aspiración que la de evitar complicaciones; ella, un ama de casa que sacrificó sus sueños de juventud por la estabilidad del hogar.
Un día Trudi se entera de que su marido padece una enfermedad terminal. Sin revelar el secreto, pero con la intención de aprovechar al máximo el poco tiempo que les queda juntos, lo convence de viajar a Berlín para visitar a dos de sus hijos, Klaus (Felix Eitner) y Karolin (Birgit Minichmayr); un tercero, Karl (Maximilian Brückner), vive en Tokio. Pero pronto perciben que son un estorbo para ellos, quienes desconocen la situación del padre. Sólo Franzi, la novia de Karolin, se esmera por atenderlos de la mejor manera.
Para evitar mayores problemas la pareja opta por ir a pasar unos días en las playas del mar Báltico, a donde alguna vez fueron en su juventud. Ahí, de forma repentina, Trudi muere, dejando a Rudi viudo, ignorante de su enfermedad y con unos hijos que no lo entienden. Su vida no volverá a ser la de antes.
En la soledad de su vivienda, en el campo, Rudi se da cuenta de que su existencia ya no tiene sentido y toma la decisión de realizar el anhelo de su fallecida esposa: viajar a Japón, visitar a Karl y ver de cerca el monte Fuji.
Ya en Tokio la nostalgia, el choque cultural y la incomprensión de Karl, lo llevan a emprender la búsqueda del alma de Trudi. En sus recorridos conoce a Yu (Aya Irizuki), una jovencita que practica el butō, danza moderna japonesa con la que Trudi estaba secretamente obsesionada. Yu le servirá a Rudi de guía en su camino para reencontrarse con ella.
LA RECUPERACIÓN DEL CUERPO
Enamorada de la cultura japonesa, la directora oriunda de Hannover no simula sus aficiones ni escatima en referencias. Hasta la muerte de Trudi, la película retoma el argumento de la cinta Historia de Tokio (Tōkyō Monogatari, 1953) de Yazujirō Ozu, uno de los más reconocidos cineastas del archipiélago nipón -de quien ya hemos hablado en ediciones pasadas. El enfrentamiento generacional y la contraposición de la apacible rutina del campo y el ajetreo de la gran ciudad son el leitmotiv de la obra de Ozu, temas que Dörrie retoma y adapta para rendir tributo al extinto realizador japonés en la primera parte del filme. Después, la trama toma su propio camino.
Cuando Rudi decide emprender el viaje a Oriente, a las confrontaciones primarias (padre-hijo, campo-ciudad) se suma la de las diferencias culturales. El viudo bávaro de pronto se ve inmerso en una sociedad donde cada elemento se le presenta como una barrera. El idioma, los códigos, la geografía, el paisaje urbano, todo lo hace sentirse extraviado. Pero en ese extravío y con el ansia de encontrar a Trudi a cuestas, comienza su transformación.
En el departamento de su hijo, adopta el rol de la difunta. Limpia, usa su ropa y cocina los mismos platillos que ella preparaba. Uno de ellos, el kohlroulade (repollo relleno), hace llorar a Karl, quien no puede evitar el recuerdo de su madre. Y Rudi empieza a ver las cosas desde una nueva perspectiva: la mirada es ahora la de ella.
La metamorfosis se hace más profunda a partir de que Rudi conoce a Yu (Aya Irizuki) en uno de los parques a donde los tokiotas acuden en masa a disfrutar el florecimiento de los cerezos, acontecimiento que dura sólo dos semanas y marca el inicio de la primavera. Cuando él la observa, ella se encuentra en plena sesión de butō, la danza que fascinaba a su mujer y que según Tatsumi Hijikata, uno de sus creadores, tiene como propósito recobrar “el cuerpo que nos ha sido robado”. El acercamiento con Yu brinda a Rudi la oportunidad de descubrir quién era Trudi como mujer, y de explorar dentro de sí una realidad diferente a la de su antigua vida rutinaria.
Según Kazuo Ohno, otro de los iniciadores del butō, para alcanzar la libertad del ser es necesario deshacerse de los hábitos. Y eso es precisamente lo que Rudi logra en su extraordinario viaje de reencuentro con Trudi y consigo mismo. Yu señala a Karl en un catálogo gastronómico un plato con dos hojas de repollo y le dice: “Mira, tu papá y tu mamá”. El huérfano la ve sin comprender de qué le habla.
EL DISFRUTE DE LA VIDA
La película podría quedar en una historia esencialmente cursi. Pero la narrativa usada por Dörrie trata de evadir los momentos climáticos -otra clara influencia de Ozu- para alejar al relato del melodrama e impedir así que la reflexión se pierda en el efectismo sensiblero. Los diálogos se desenvuelven con naturalidad, salvando las barreras del idioma -la cinta está hablada en alemán, japonés e inglés-, y permitiendo a los histriones una soltura distante de cualquier sobreactuación.
Quizá un defecto del guión sea la simplificación de los personajes secundarios, los hijos, quienes carecen de profundidad. Pero más que una falla, parece un sacrificio necesario en aras de concentrar la atención en el protagonista y su transformación. No obstante, en general las interpretaciones son buenas, destacando el pulido trabajo de la pareja estelar, Elmar Wepper y Hannelore Elsner, y el de la novel actriz asiática Aya Irizuki.
La sobria y equilibrada fotografía de Hanno Lentz permite resaltar los aspectos simbólicos del filme: los cerezos en flor de los parques de Tokio, la tensión y distensión de los músculos de la danza interpretada por Tadashi Endo -uno de los máximos exponentes del butō -, el contraste entre los paisajes rurales y urbanos y el imponente monte Fuji que observa el ritual final de Rudi. El atinado manejo de la cámara permite que, como lo hace el butō con el cuerpo, las imágenes hablen por sí solas.
Otras cualidades de la película que vale la pena resaltar son la música de Claus Bantzer, siempre mesurada, nunca invasiva, y la edición de Frank C. Müller e Inez Regnier, la cual contribuye a dar al relato la emotividad y el ritmo dilatado que a veces demanda.
Con motivo del estreno de la cinta en España, Dörrie declaró al diario El País que cuando te enfrentas con la muerte directamente disfrutas más de estar vivo. Y vaya que ella lo sabe pues su marido falleció hace 15 años, al igual que sabe cómo plasmar ese disfrute en la pantalla. Las flores del cerezo es una clara muestra de esa sabiduría.
Correo-e: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx
FICHA TÉCNICA
Título original: Kirschblüten - Hanami
Dirección: Doris Dörrie
Guión: Doris Dörrie
Actuaciones: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Maximilian Brückner, Nadja Uhl, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Floriane Daniel, Celine Tanneberger y Robert Döhlert
Fotografía: Hanno Lentz
Música: Claus Bantzer
Edición: Frank C. Müller e Inez Regnier
Producción: Harald Kugler y Molly von Furstenberg
Diseño de producción: Bele Schneider
País: Alemania
Compañía: Olga Film GmbH
Año: 2008
Idiomas: Alemán, inglés y japonés
Duración: 127 minutos