Conocimos recientemente a través de un sacerdote de Nigeria las calamidades por las que atraviesa ese país africano de casi 150 millones de habitantes.
Además de las enfermedades, las luchas fratricidas religiosas y la corrupción de sus gobernantes, los nigerianos padecen de hambre crónica debida a un sistema económico ineficiente e injusto que dirigen las élites dominantes.
De profundas convicciones religiosas y humanas, el prelado comentaba que cuando ocurren grandes injusticias los nigerianos tienen al menos un camino muy efectivo: realizar marchas y plantones de protesta que obligan a las autoridades a recapacitar en sus errores y excesos.
Todavía no terminábamos de escuchar lo anterior cuando en cuestión de días cayó el presidente de Túnez, Zin el-Abidín Ben Alí; se tambaleó el presidente de Egipto, Hosni Mubarak; en tanto el rey Abdullah de Jordania fue obligado a formar un nuevo Gobierno.
Y todo gracias a las marchas de protesta multitudinarias que se organizaron en esos países ante el descontento popular por los gobiernos autoritarios, corruptos y represivos.
Se trata de países asiáticos y africanos, muy cercanos geográficamente y culturalmente, en donde sus pueblos han sufrido tantos abusos y represión que los ciudadanos no tienen empacho en defender su dignidad y honor con sus propias vidas.
Los sucesos de dichos países, en especial los disturbios en Egipto, han dominado la atención mundial en los últimos días ante la posibilidad de que Hosni Mubarak, dictador con más de treinta años en el poder, se vea obligado a renunciar y a salir de su país.
Corren las especulaciones sobre la posibilidad de nuevas revueltas en países de aquellas lejanas tierras en donde la cultura ha permitido que emperadores, presidentes y primeros ministros se eternicen en el poder.
Ya vimos lo que ocurrió en años pasados en Irak con Saddam Hussein, pero subsisten otros malos ejemplos como el coronel Muammar el-Qaddafi con cuatro décadas al frente de Libia y el presidente de Argelia, Abdelaziz Buteflika, quien mantiene el poder desde 1999.
Nada difícil sería que estos disturbios ciudadanos alcancen a países férreamente controlados como China y sin descartar a las dictaduras latinoamericanos de Cuba y Venezuela.
México tampoco está ajeno a este fenómeno ante el malestar popular que impera en los últimos años debido a la violencia galopante, la maltrecha economía, la corrupción de los políticos y la tremenda ineficiencia del sistema judicial.
Salir a las calles a protestar ha sido una costumbre ciudadana durante las últimas décadas en México, particularmente en el Distrito Federal, aunque los resultados no han sido los mejores.
La matanza de Tlatelolco en 1968 fue una terrible experiencia del pueblo mexicano en donde una marcha estudiantil terminó con un baño de sangre que consiguió cambios políticos importantes, pero hasta muchos años después y con un costo demasiado alto.
Las marchas recientes más aparatosas y efectivas que se recuerden en México, corresponden a las protestas encabezadas por Andrés Manuel López Obrador ante la acusación penal que le habría impedido competir electoralmente por la Presidencia de la República durante el 2006.
Pero no quisiéramos ni pensar lo que podría ocurrir si las protestas que sacuden al Medio Oriente se reprodujeran en estados mexicanos como Chihuahua, Nuevo León, Michoacán, Oaxaca, Guerrero o el Distrito Federal, y si de pronto cientos de miles de ciudadanos se lanzaran a tomar las calles para exigir gobiernos más eficientes, honestos y humanos.
Al igual que Egipto y otras latitudes, el hastío del pueblo mexicano ha ido in crescendo en las últimas dos décadas ante los fracasos de los gobiernos y por las raterías y abusos de los políticos que no desaprovechan momento para incrementar su riqueza y poder.
La cultura, la historia y las circunstancias son distintas de país a país, pero a final de cuentas la condición humana es igual en China, Egipto, Túnez, Venezuela y México.