Escribo esto sentado a la orilla de la acequia.
A pesar del tiempo fresco, me siento feliz y contento, escribiendo esto en mi pequeña lap-top.
Esta maquinita que ha sido mi compañera en muchos viajes, y que ha recorrido conmigo tantos kilómetros.
Fue conmigo a Sudáfrica y muchas veces lo ha hecho por el interior del país, desde donde mando mis notas diarias y cada domingo esta columna.
Es que los días de oficina terminaron hace tiempo, después de muchos años entregado en cuerpo y alma a los quehaceres que tuvimos en esta casa, donde empezamos barriendo y donde seguimos firmes, aunque ya no tan presentes en la Avenida Matamoros, entre Rodríguez y Acuña, donde fuimos creciendo.
Estamos pues aquí asombrándonos como cada principio de año con las maravillas de la naturaleza.
Porque a nuestro lado están nuestras plantas, con sus flores y nuestros arbustos que dan rica fruta.
Nos llama la atención que es principios de Febrero y ya algunos duraznos asoman alegres sus primeras flores, de un color rosa tan hermoso que nos cautiva desde niños, cuando en el Barrio Prieto mamá nos enseñó a amar la naturaleza en aquél su jardin.
Este año esperamos que el gran árbol de aguacate criollo de muchos frutos, a diferencia del año anterior cuando las heladas y los vientos tumbaron su flor.
Y mientras contemplamos la impaciencia que tiene la misma naturaleza por recobrar su esplendor, nos vienen a la mente muchas cosas que hemos vivido a través de nuestro amor por el campo, sus frutos y sus gentes, sobre todo sus gentes.
Cómo olvidar a los grandes maestros que tuvimos en la niñez, que nos llevaron a gozar días, atardeceres y noches de plenilunio, salpicadas con interesantes pláticas sobre El Señor, y sobre los dones que nos regalaba en cada campo de cutivo.
Bajo las estrellas, aquellas pláticas tenían un significado diferente, era como compartir con el mismo cielo lo que vivíamos acá abajo.
Nada como el campo, donde pese al frío la noche pasa rápidamente dejándonos una paz interior tan saludable y benéfica.
