El desierto.
Siempre nos ha parecido interesante.
De niños habíamos leído de mil aventuras en desiertos como el Sahara y la primera impresión que tuvimos de él era que se trataba de una región sin vida y sin atractivos.
Qué equivocados estábamos.
Porque años después, cuando decidimos radicar en esta zona semidesértica, empezamos a realizar viajes por los alrededores, cautivados con lo que íbamos conociendo.
Ya para fines de los años sesentas del siglo anterior vinieron los múltiples viajes que realizamos con el Ing. Harry de la Peña y después con el Dr. Luis Maeda Villalobos y el Dr. Manuel Medina a la región de Ceballos, donde se ubica la ya famosa Zona del Silencio.
Ahí aprendimos a amar el desierto.
Eran otros tiempos, y en nuestro vochito, muchas veces solitarios nos fuimos a acampar, a ver los anocheceres y los amaneceres en esa región que alcanzaría fama mundial por sus misterios, sus plantas, sus animales entre los que destacaban las enormes tortugas.
Qué noches aquéllas. En las primeras horas del oscurecer parecía que el silencio se apoderaba de todo y dejaba sin aliento cualquier clase de vida, animal o vegetal. Pero a los pocos minutos, después de la impresionante pausa, empezaba el concierto que ofrecían los animales que ahí viven.
Parecía que todos los habitantes, grandes y pequeños, esperaban esos momentos para salir a decirle al mundo con sus cantos, su propio sentir, su propio agradecimiento de haberles regalado un lugar tan especial.
Nosotros, entusiasmados, arrobados, tomábamos nota, y hacíamos apuntes en nuestra libreta queriendo dejar en el papel nuestras propias impresiones de aquellas noches inolvidables.
Qué hermoso era también disfrutar de aquel cielo, tachonado de estrellas, en el que muchas veces aparecían como fugaces pinceladas de luz los famosos aerolitos.
Algunas veces nos acompañó don Rosendo Aguilera, dueño del rancho ubicado en la misma Zona del Silencio, y muchas fueron las veces en que en su pequeña avioneta que él mismo piloteaba íbamos a buscar venados, sólo para fotografiarlos, pues nunca nos interesó la cacería.
Así aprendimos a querer el desierto, y a gozarlo. Fueron muchos años en los que anduvimos en la búsqueda de respuestas a las interrogantes de la Zona del Silencio, que siguen esperando que alguien las encuentre y las dé a conocer.