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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

¿A que no saben a qué fui el pasado miércoles a la Ciudad de México? El autor hace una pausa, quizá no dramática, pero pausa de cualquier modo. Espera que alguien le pregunte: "¿A qué fue usted a la Ciudad de México?". Los ámbitos, sin embargo, permanecen mudos. Nadie, absolutamente nadie, muestra interés por saber a qué fue el columnista, el miércoles pasado, a la Ciudad de México. El escribidor, desolado, recuerda entonces al doctor Antonio María Zertuche, destacado facultativo de Saltillo. Vivió a principios del pasado siglo ese notable médico, cuyo mayor blasón era haber hecho sus estudios de medicina en la Sorbona. Eso le daba fama de infalible sabio. Cuando la epidemia de influenza española, en el 18, el doctor Zertuche recibió el encargo de señalar con una tiza blanca la frente de los que habían muerto víctimas de aquel funesto mal. En las prisas de su tristísima tarea el doctor Zertuche marcó por equivocación la frente de un pobre hombre que no estaba muerto, sino sólo privado de sentido. Lo recobró, espantado, a bordo del macabro carretón que llevaba a los muertos, en confuso hacinamiento de cadáveres, para ser arrojados a la fosa común del cementerio. Quiso entonces bajarse del vehículo, pero el carretonero lo detuvo: "¡Epa, amigo! ¿A dónde va usté?". "A mi casa -acertó a decir, tembloroso, el infeliz-. Yo no estoy muerto". El hombre miró la tiza blanca en la frente del sujeto, y le ordenó con tono terminante: "¡Usté cállese y échese! ¿A poco va a saber más usté que el doctor Zertuche?". El célebre galeno era maestro de francés en el glorioso Ateneo Fuente. Empezaba siempre el curso hablando de su estancia en la Sorbona. Relataba: "Tenía yo como compañero a un joven alemán. ¡Qué prodigio de inteligencia era él! ¡Qué mente privilegiada poseía; qué elevadísimo talento; qué sublime capacidad de razonar; qué perspicacia para dilucidar los más hondos misterios de la ciencia! Era en verdad un genio aquel compañero mío; una gloria de su país; un orgullo para la especie humana. Tenía el segundo lugar ese muchacho". Nunca faltaba un estudiante que levantara la mano y preguntara: "Perdone, maestro: ¿quién tenía el primer lugar?". Entonces el doctor Zertuche se ponía la mano sobre el pecho, e inclinaba modestamente la cabeza para indicar, sin palabras, que el del primer lugar era él. Los alumnos abrían la boca con admiración: si el joven alemán, que era un supereminente genio, tenía el segundo lugar, ¿cómo sería entonces el doctor Zertuche, que tenía el primero? Sucedió, por desgracia, que en cierto grupo nadie hizo la pregunta. Terminó su peroración el sabio médico; dijo aquello de: "Tenía el segundo lugar ese muchacho", y esperó a que alguien le preguntara quién tenía el primero. Nadie lo hizo. El maestro repitió la frase: "Tenía el segundo lugar ese muchacho". Silencio nuevamente. Reiteró el mentor, ahora en voz más alta: "Tenía el segundo lugar ese muchacho". Vano empeño: a sus palabras respondió el silencio. Entonces el doctor Zertuche, enrojecido el rostro por la cólera, les gritó a los alumnos: "¡Salvajes!". Tomó, violento, su bastón y su bombín, y salió del salón hecho una furia. Quedaron los estudiantes turulatos, sin explicarse la causa del enojo de su profesor. En igual forma pregunté al principio: "¿A que no saben a qué fui el pasado miércoles a la Ciudad de México?". Sucediome lo mismo que al doctor Zertuche: nadie me preguntó: "¿A qué fue?". No obstante esa apatía universal, inexplicable indiferencia cósmica, mañana diré a qué fui a la Ciudad de México el pasado miércoles. Narraré, mientras tanto, un tremebundo cuento... Don Frustracio le comentó a un amigo: "Estoy muy preocupado. Mi hija llegó hoy a la mayoría de edad, y me dijo: 'Puedes estar tranquilo, papi. Me propongo no tener sexo por lo menos durante los próximos cinco años'". "¿Y eso te preocupa? -se sorprendió el amigo-. Más bien debería alegrarte que tu hija piense así". "Lo que me preocupa -masculla don Frustracio- es que cada día se parece más a su mamá"... FIN.

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