"La mejor temperatura de la mujer es bajo uno". Eso decía Dikeh Tyllib, famoso cowboy que a más de ser machista era disléxico. Nunca contrajo matrimonio Dikeh, pues prefería su pistola, una Colt 44, a cualquier mujer. Razonaba así su preferencia: 1-. A la pistola le puedes poner silenciador. 2-. Nadie te dirá nada si tienes una pistola en casa y otra para divertirte. 3-. Si tu 44 ya no te gusta la puedes cambiar por un par de 22. 4-. Tu amigo no se molestará si le dices que su pistola está muy buena, y hasta te dejará que la pruebes. 5-. La pistola no ocupa todo el clóset. 6-. La pistola funciona todos los días del mes. 7-. A la pistola no le importa si te duermes inmediatamente después de haberla usado. 8-. Tampoco le importa si tu dedo de disparar es muy pequeño. 9-. Una pistola jamás se quejará de que disparas demasiado pronto. Y, finalmente: 10-. La pistola nunca buscará otro que la use cuando a ti se te ha acabado ya la munición. Tillyb era admirador devoto de John Wayne. Afirmaba que moriría con las botas puestas. Una tarde lluviosa se estaba refocilando con la esposa del sheriff de Dumas, un pueblo del Panhandle de Texas. Ella le preguntó de súbito: "¿Verdad que siempre has dicho que quieres morir con las botas puestas?". "Así es" -respondió Dikeh. "Pues póntelas en seguida -le sugirió ella-, porque ahí viene mi marido". En otra ocasión conoció Tyllib a una linda muchacha suriana de nombre Tara Lee, cuyo padre era dueño de un rancho ganadero, "The Four R's, Seven T's, Nine O's, Twelve W's, Fourteen F's and Twenty Y's". Todas las vacas se le morían a este señor, pues insistía en que les pusieran el fierro con el nombre completo de su rancho. Las pobres reses perecían sancochadas cuando les aplicaban el hierro al rojo vivo con aquel nombre tan largo. Dikeh empezó a cortejar a la hija de aquel rico ranchero. Cierto día paseaban por un prado, y vieron al toro semental en el momento de cumplir con una vaca el rito natural que perpetúa la especie. El cowboy clavó en Tara una mirada que pretendía ser sensual, los ojos entrecerrados, igual que hacía el Duke, su ídolo, y le dijo con tono sugestivo: "¡Cómo me gustaría hacer lo mismo!". "Pues adelante -lo autorizó ella-. Nada más ten cuidado con el toro". Todos en el territorio le alababan a Tillyb su caballo "El Almirante". Se llamaba así porque -son palabras del vaquero- "la gente se admiraba mucho al verlo". Y era cierto: los vecinos se hacían lenguas sobre la prodigiosa clarividencia del caballo. El noble bruto jamás se equivocaba al juzgar a las personas: si le mostraban a un hombre inteligente inclinaba con respeto la cabeza; si le presentaban a un tonto dejaba escapar una ventosidad sonora. Y sin embargo Dikeh sostenía que su caballo era un idiota. Relataba: "Una mañana cabalgaba yo cerca del Salado, y fui atacado por un indio comanche que me clavó una flecha y me dejó por muerto. Le pedí al Almirante que me arrastrara hasta dejarme bajo un árbol, a fin de protegerme del ardiente sol. Al punto el caballo obedeció. Luego le pedí que fuera a traerme agua en mi sombrero, pues me moría de sed. El caballo cumplió la orden. Finalmente le pedí que fuera al galope al pueblo y regresara con un médico. Fue, en efecto. ¡Pero el idiota me trajo un veterinario!". Dikeh conocía bien las costumbres de las pieles rojas. Lo demostró en el curso de una cena en la gran casa de la hacienda Stingy Grove. La anfitriona, atractiva mujer de exuberante busto, relató que cabalgando por el campo fue derribada por su yegua, que escapó luego, desbocada. Afortunadamente pasó por ahí un indio joven, jinete en su caballo, y ella le pidió que la llevara de regreso a la hacienda. El indio respondió: "Ogla metushke ompala enkishe klagomula omeletisha da", lo cual, en lengua piute, significa: "Sí". Añadió luego el piel roja: "Kin", lo cual en esa misma lengua quiere decir: "Tome mi brazo; suba en ancas y agárrese bien de mí, pues no asumiré ninguna responsabilidad por lo que pueda sucederle en caso de una caída". "Monté en ancas -narró la señora-, y me abracé al indio en tal manera que mi busto y la desnuda espalda del joven piel roja quedaron estrechamente unidos. Como sentí que iba a caer me así con ambas manos a la parte delantera de la silla de montar del indio, y así pude llegar a mi casa sana y salva". Acotó Dikeh, flemático: "Los indios no usan silla de montar" ... FIN.