Don Languidio había llegado a la edad en que un hombre se siente obligado a demostrar que en el renglón del sexo sigue siendo tan bueno como nunca fue. Estuvo con una chica, y en vano se esforzó por ponerse a la altura de las circunstancias. Ella aplicó todo su esfuerzo a la ímproba tarea de lograr que el senescente caballero hiciera honor a la ocasión, pero fueron en vano sus empeños. "Ya no te afanes, linda -le dice él, comprensivo-. A lo imposible nadie está obligado". (Nota. La frase es del jurista Celso: "Impossibilium nulla obligatio est"). "Te pagaré lo convenido - añadió el señor-, pero al menos dime algo que me consuele de la pena que me provoca mi claudicación". "¡Ah no! -protesta ella-. ¿Por esa misma cantidad quiere también psiquiatría"... ¿Quién derrocó al dictador? Fuenteovejuna, señor. Este eco literario de pasados siglos nos recuerda que el hombre, tan diferente siempre, es siempre el mismo. También a Mubarak, como al comendador de Lope, lo hizo caer el pueblo. No hubo en Egipto un líder carismático -un Gandhi, un Martin Luther King o un Mandela- que sacara a la calle multitudes y las guiara hasta conseguir el derrumbe de un sistema injusto y opresivo. Fue la rebelión de las masas, que dijera Ortega; el hartazgo de la gente; la combustión espontánea de la ira comunitaria, lo que trajo consigo el derrocamiento del tirano egipcio. Estuve en El Cairo hace un par de años. La pobreza que vi en esa ciudad, la corrupción rampante, los signos ominosos de violencia, el contraste brutal entre la miseria de muchos y la riqueza de muy pocos, todo eso me dejó desolado y abatido. El grupo en que iba yo hubo de ser custodiado por agentes armados del Gobierno. En las pirámides, rodeadas de basura y suciedad, vi cómo uno de los guardias encargados de proteger ese valioso patrimonio de la humanidad ponía en manos de un inmoral y estúpido turista, a cambio de unos cuantos dólares, un cincel y un martillo para que arrancara trozos de las piedras de esa milenaria maravilla y los llevara consigo como souvenir. Visité el Museo del Cairo, donde se guardan tesoros de prodigio, y lo encontré lleno de polvo, descuidado. Caminé -siempre en compañía de un guardia- por algunas calles de la ciudad antes de entrar en el lujoso sitio a donde me llevaron a comer, y observé miseria y abandono. Afortunadamente no tengo el don de profecía. (¡Dios me libre de la terrible maldición que cargan los profetas! Si tanto me desazona saber lo que ha pasado, y lo que está pasando, más aún me angustiaría conocer aquello que nos depara el porvenir). Por eso no pude imaginar que algún día ese estado de cosas provocaría en El Cairo un estallido social de tales proporciones. La paciencia de un pueblo tiene límites, y, cuando se agota, las consecuencias son impredecibles. Ahora bien: dije antes que en la capital egipcia vi pobreza, corrupción, violencia, injusticia social. ¿En qué otra parte he visto eso?... ¡No lo digas, columnista, no lo digas! Sólo pensar en la respuesta nos produce un calosfrío o repeluzno que llega a lo más hondo de la entraña. Digamos hasta el píloro. Has cumplido por hoy tu misión de orientar a la República, o hacer que se estremezca. Narra en seguida algunos otros chascarrillos, siquiera sean inanes, que serenen nuestro ánimo y espíritu, conturbados los dos, en ese orden, por la calígine de tus palabras. Doña Jodoncia reprendió a su hija: "Debería darte vergüenza. Ya todas tus amigas están divorciadas, y tú ni siquiera te has casado todavía"... Un individuo fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: "Incurro mucho en placeres solitarios". Le advirtió el buen sacerdote: "Debes dejar de hacerlo. Por lo menos en este momento que te estoy confesando"... Otro sujeto buscó a un analista. "Necesito su ayuda, doctor -gimió angustiado-. A veces creo que soy el Pato Donald, y otros días me siento Mickey Mouse". "Mmm -dice el facultativo poniéndose una mano en la barbilla-. Un típico caso de disneya". (Caón, otro chiste como ése y los cuatro lectores que tiene el autor van a quedar en menos dos)... El galán le informó a su novia que la iba a dejar por otra chica. "¡Canalla miserable infame maldecido desleal villano sinvergüenza traidor aleve ruin! -clamó ella en rápida sucesión adjetival-. ¿Por otra mujer me dejas? ¿Qué tiene ella que no tenga yo?". Responde él con tristeza: "Un embarazo de tres meses"... FIN.