"El matrimonio es una carga tan pesada que se necesitan dos para llevarla. Y a veces tres". La frase es de Dumas, y sirve para explicar un fenómeno universal muy conocido: el adulterio. El padre Arsilio interrogó, severo, a una de sus feligresas: "¿Le pones los cuernos a tu esposo?". "¿Pos a quién más, padrecito?" -respondió la señora humildemente, pero con una buena cantidad de lógica. Los hombres tardan en darse cuenta de la infidelidad de su mujer. "El marido es el último que se entera", afirma la sentencia popular. En cambio la esposa tiene ojos de lince y olfato de sabueso para descubrir los desvíos de su consorte. Busca en las solapas del señor a ver si encuentra en ellas un cabello femenino, y si no halla ninguno le dice hecha una furia: "¿Así que tu amante es calva?". Don Martiriano le entregaba todo su sueldo a doña Jodoncia, su feróstica consorte . Ella le daba únicamente para sus cigarros y para el autobús. Un día el sufrido señor se atrevió a pedirle 20 pesos que necesitaba -le explicó temeroso- para un pequeño gasto extra. "¡A mí no me engañas! -bufó doña Jodoncia-. ¡Tú tienes una querida!". Don Languidio sentía un gran cansancio que lo desmadejaba y lo dejaba laso, amortecido. Junto con su esposa fue a consultar a un médico. Lo revisó el galeno, y le dio su diagnóstico a la cónyuge. "Su marido, señora -le dijo- sufre un caso extremo de agotamiento. Debe tener reposo absoluto. ¿Puede suspender la relación sexual durante dos semanas?". Respondió ella: "La suspendió hace tiempo, doctor. Y por mí no se preocupe: el vecino ya se está ocupando de mí"... Aquel señor llegó a su casa a las 5 de la mañana, y encontró a su mujer con otro hombre en el lecho conyugal. Antes de que el mitrado esposo pudiera decir una palabra le preguntó, enojada, la señora: "¿Por qué vienes a esta hora?". Preguntó a su vez el marido, furibundo: "¿Quién es este hombre?". Y replicó ella: "Yo pregunté primero"... En un lindo poblado de mi natal Coahuila sucedió un acontecimiento extraordinario que quizá no sea histórico, pero sí es verídico. No diré el nombre del lugar, pues cuando hablo de pecados -míos o ajenos- procuro no pormenorizar. Era una noche de las más cálidas de agosto, poco antes de la vendimia, cuando a eso de las once llegó al cuartel de policía un individuo. Le dijo al jefe de la corporación que en ese momento su esposa -la del individuo, no la del jefe de la corporación- estaba cometiendo el delito de adulterio en el domicilio conyugal. Le pedía que junto con dos gendarmes lo acompañara a fin de sorprender a la pareja in fajanti, y que sus agentes sirvieran de testigos oculares. Más por curiosidad morbosa que por acceder a la petición del ciudadano el comandante llamó a dos de sus elementos -los de mayor edad, para que lo que iban a ver no les ocasionara alguna conmoción de cuerpo que les impidiera cumplir con su deber-, y con el esposo y sus agentes se constituyó en el domicilio del quejoso. Así dijo después el jefe en el parte que rindió. Abrió el marido la puerta, y con tácitos pasos entraron los cuatro en la casa, y luego en la alcoba. Lo que vieron no es para ser descrito por un diario de tanta circulación y prestigio como éste. En el lecho marital la esposa del denunciante y un sujeto se estaban refocilando con ardimiento tal que si esa fuerza se hubiese convertido en energía mecánica habría podido mover todos los telares de la fábrica que había en el pueblo. La mujer gritó al ver a los que entraron: "¡Dios santo! ¡Mi marido!". Gritó su amasio: "¡Santo Dios! ¡Mi jefe de policía!". Y es que el hombre que estaba con la pecatriz era nada menos que el alcalde del pueblo. Se envolvió el munícipe en una sábana, y como era la única disponible les pidió a los policías que con sus chaquetinas cubrieran a la dama, que quedó así bastante uniformada. Para entonces el domicilio se había llenado de vecinos que entraron como Pedro por su casa a ver lo que estaba sucediendo. "Perdonen ustedes, señoras y señores -se disculpó con ellos, apenado, el seor alcalde-. ¡Es que soy muy sexoso!". La historia quedó grabada para siempre en los anales de la población. ¡Ah! ¡Cuán cierto es el sapientísimo apotegma según el cual "Los amores de los gatos se oyen, los de los perros se ven, y los de los hombres -y las mujeres- se saben!" Ahora bien: ¿a qué todas estas digresiones sobre el adulterio? Vienen a cuento porque adulterar ya no será delito, según reforma al Código Penal hecha por los legisladores y aprobada antier. Seguirá siendo pecado el adulterio, sin embargo. El día del Juicio Final se sabrán todos, y más de una señora la emprenderá a bolsazos con su esposo y le dirá hecha un basilisco: "¡Desgraciado! ¡Ya sabía yo que no estabas jugando al dominó con tus amigos!"... FIN.
OJO: Dice "seor", no "señor". Gracias.