Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, llegó a su casa y encontró a su mujer haciendo las maletas. "Me voy -le dijo ella sin más-. Durante 15 años he aguantado tus malos tratos, tus infidelidades, tu irresponsabilidad. Eres un perfecto canalla, un perfecto cínico, un perfecto holgazán". "Por Dios, mujer -contestó él, ruboroso-. Me abruman tus palabras. Nadie es perfecto". Sin hacer caso de la interrupción prosiguió la señora: "Conocí a un hombre, y nos enamoramos. Me ha pedido que me vaya con él. Tiene dinero: es dueño de un edificio en Nueva York, un hotel en París, una villa en la Toscana, un departamento en Londres, un cortijo en Sevilla, una quinta campestre en Portugal, un chalet en Suiza y una casa en Saltillo. Ha puesto a mi nombre una cuenta millonaria en su banco. En la puerta está un chofer en un Aston Martin convertible para llevarme con mi amado. Adiós para siempre, Capronio, sujeto ruin y desconsiderado. Atrás quedas, como un mal sueño o una triste página de mi existencia. Vayan contigo, si no mi desprecio y mi rencor, sí mi desamor, indiferencia y olvido, por orden alfabético". Capronio pensó lo del dinero, lo de los bienes inmuebles -especialmente la casa de Saltillo-, lo del Aston Martin y todo lo demás, y con voz mansa le dice a su mujer: "¿Me llevas?". Mister Barno, director de circo, buscaba un alambrista para su espectáculo. Se presentó un aspirante: el Gran Walendo. Le pidió el ring-master: "Hágame una demostración". El volatinero tendió su alambre a 15 metros de altura, y lo atravesó varias veces sin usar barra de equilibrio y caminando hacia adelante y hacia atrás. "Eso cualquiera lo puede hacer" -le dijo, displicente, mister Barno. El Gran Walendo, entonces, puso el alambre a 25 metros de alto, y lo cruzó con los ojos vendados. "Eso también lo puede hacer cualquiera" -volvió a decir, indiferente, mister Barno. "Muy bien -manifestó Walendo-. Voy a hacer algo que usted jamás ha visto, y que nadie más que yo puede hacer". Así diciendo puso el alambre a 100 metros de altura; trepó a él y caminó hasta el centro con una venda en los ojos y los pies atados por una cadena de gruesos eslabones. Ahí sacó un violín, y al tiempo que echaba maromas en el alambre hacia adelante y hacia atrás interpretó los 24 Caprichos de Paganini, seguidos por las Variaciones Sobre Le Carnaval de Venise y las Variaciones Sobre Tres Aires para la Cuarta Cuerda, del mismo célebre compositor itálico. Terminada esa fantástica demostración el Gran Walendo descendió de lo alto, y con triunfante actitud le preguntó al ring-master: "¿Qué le pareció?". "Bueno -respondió Mister Barton con la misma displicencia de antes-. No eres precisamente un Jascha Heifetz". (Nota. Este gran violinista de origen ruso fue un niño prodigio. A los 12 años tocó el Concierto de Tchaikovsky con la Filarmónica de Berlín, bajo la batuta del legendario Nikisch. Es injusta la comparación que Mister Barton hizo del funámbulo Walendo con ese gran artista, toda vez que Jascha Heifetz jamás caminó por un alambre). ¿Habrá una fuerza mayor que la de la costumbre? Dúdolo. ¡Tantas cosas hay que hacemos sólo por costumbre! Quizás el hábito no haga al monje, pero los hábitos sí. Bien decían los latinos: "Gravissimum est imperium consuetudinis". El poder de la costumbre es muy pesado. Tomemos este caso por ejemplo. Un general del Ejército se retiró del instituto armado. Le pidió a quien por años había sido su asistente que siguiera a su servicio, y le dijo que sus funciones serían exactamente las mismas que durante el tiempo en que ambos habían estado en activo. Así pues, la primera mañana de su nuevo empleo el asistente entró a las 6 en punto a la recámara de la casa de su jefe; descorrió las cortinas de la ventana; despertó al general, y a continuación le dio unas palmaditas en los glúteos a su esposa y le dijo: "Y tú, linda, aquí tienes para pagar un taxi que te lleve de regreso al pueblo". FIN.