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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

La señorita Peripalda, catequista, le llevó un chisme al obispo. Le dijo con santa indignación: "Su Excelencia: uno de sus sacerdotes anda diciendo que es capaz de tirarse -repito su plebeya expresión- a tres viejas seguidas". Pregunta el dignatario: "¿Quién es él?". Contesta la señorita Peripalda: "Es el padre Pitorro". "Lo conozco -replica Monseñor-. Y sí es capaz". Babalucas fue a un restorán y ordenó su platillo. Le ofrece el camarero: "¿Quiere el señor vino rojo o vino blanco?". "Del que sea -responde el badulaque-. Soy daltónico". Otelino era muy celoso. Cuando su esposa dio a luz un bebé, el fosco sujeto vio al niño encueradito, como venimos todos a este mundo -y también como saldremos de él-, y le dijo, ceñudo, a su mujer: "¡Ya sabía yo que me engañabas! ¡Ese niño no es mi hijo! ¡Es hijo de un stripper!". Eran los tiempos en que los gobernantes todavía podían gobernar. Año 65, quizá, ó 66, del siglo que pasó. Poco antes había ingresado yo al claustro de maestros de la querida Escuela de Leyes, donde cursé los primeros años de la carrera de Derecho a la sombra de aquel prócer venerable, don Francisco García Cárdenas, padre y guía de muchas generaciones de estudiantes, tan parecido en su traza de apóstol o de santo al sabio profesor que en su saudosa "Juvenilia" describió Miguel Cané. Joven docente yo, algunos de mis alumnos tenían más edad que la que yo contaba. Cierto día, cuando esperaba que diera la hora de mi clase -la primera de la mañana, a las 7 horas-, sonó el teléfono en la oficina del pequeño plantel. Como no había nadie levanté la bocina para contestar. Alguien preguntó por el señor director. Le informé que tenía su clase a las 8. ¿Y el secretario de la escuela? Fue a abrir los salones. "¿Con quién estoy hablando?" -quiso saber el de la voz. Di mi nombre, y añadí: "Soy maestro de la escuela, a sus órdenes". "¿Sería usted tan amable de trasmitirle un mensaje al señor director?". "Con todo gusto" -respondí. "Por favor dígale de mi parte que estoy revisando las cuentas de la escuela, y advierto que se han excedido un poco en el uso del teléfono. Que le suplico procure disminuir ese gasto en lo posible". "Cómo no; trasmitiré el recado -dije-. ¿Quién habla?". "Braulio Fernández Aguirre, servidor". ¡Quien llamaba era el gobernador del Estado! Con ese celo cuidaba los dineros públicos. El gasto se explicaba porque don Pancho, paternal como era, no regateaba el uso del teléfono a los muchachos de fuera, para que en caso de apuro llamaran a sus casas. Una magnífica obra de gobierno realizó don Braulio. Con ayuda de otro buen servidor público, el ingeniero Benito Canales, dotó de bellos edificios a las escuelas universitarias; administró el Estado con eficiencia y honestidad, y tuvo un trato tan cortés y amable que todos lo recordamos con afecto. Los saltillenses de antes creemos verlo todavía caminando como cualquier ciudadano por la calle de Victoria, del brazo de su esposa, esa gran dama que fue doña Lucía, para ir al Cinema Palacio -no cine, si son ustedes tan amables- a ver una película. Por esos años yo empezaba también mis tareas de escribidor, y hacía la crítica de los funcionarios públicos. En una visita que Díaz Ordaz, entonces presidente de la República, hizo a Coahuila, don Braulio me presentó a él con estas palabras: "Nos fustiga, pero nos ayuda". Hoy será develada en Torreón una estatua erigida en homenaje de ese gran lagunero. La última vez que saludé a don Braulio lo vi igual que siempre: recio como una roca, y más lúcido de lo que siempre he estado yo. Me dijo: "Tengo 97 años. Y quiero llegar a 100, no importa que me haga viejo". Desde el camino -siempre ando en el camino- le envío este saludo respetuoso y lleno de afecto, y le expreso mi gratitud de coahuilense por todo el bien que hizo a Coahuila. Capronio salió de vacaciones con la familia, en automóvil. Su suegra iba gritando como loca; lanzaba terribles alaridos y formidables ululatos. Las tremendas voces de la mujer no dejaban manejar al conductor. Detiene Capronio el vehículo, desciende de él, abre la cajuela y le dice a su suegra: "Está bien, ya no grite; véngase acá con nosotros". FIN.

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