Don Picio y doña Uglilia, los esposos más feos del condado, iban por la calle con sus dos pequeños hijos, niño y niña. Ambas criaturas eran hermosísimas: el niño un querubín; la niña una muñequita encantadora. Los ven pasar unas señoras, y una de ellas comenta, sorprendida: "¿Cómo es posible que de un hombre y de una mujer con semejantes caras hayan nacido esos niños tan hermosos?". Don Picio escuchó aquello. Replica: "Señora: no los hicimos con la cara"... Ésta es la historia del vaquero ingrato. Atacado por los indios, fue herido de flecha. Para salvar la vida escapó a todo galope en su fiel caballo "El flamazo", y se internó en el desierto. Herido, sin agua, bien pronto el agobiante sol lo hizo perder el sentido. Cayó el vaquero de su cabalgadura, e iba a morir seguramente. Pero ¡oh maravilla¡ El caballo tomó con los dientes el sombrero del herido, y galopó hasta encontrar un charco de agua. Llenó con ella el sombrero, regresó a donde estaba su amo y le dio de beber. Luego lo arrastró hacia una cueva donde estaría protegido del sol. En seguida el noble animal galopó hasta el pueblo donde vivía su amo, y dirigiéndose al consultorio del doctor, a quien conocía bien, lo sacó empujándolo con la cabeza y lo guió hasta donde estaba el vaquero desmayado. Así, gracias a su caballo, el cowboy salvó la vida. Semanas después un reportero que se enteró de la historia entrevistó al vaquero. "Pienso -le dijo- que su caballo es el animal más noble de este lado de las Rocallosas". "No se crea -respondió el vaquero ingrato-. Con el agua me echó a perder el sombrero, y era un Stetson de cinco pores". (Nota: esos finísimos sombreros eran llamados "de cinco pores" porque estaban marcados con cinco equis). El señor obispo llegó al pueblo y fue objeto de una cálida recepción. Se formó una valla de vecinos que lo aplaudían y le gritaban vivas. Dos borrachitos salieron de la cantina al oír el alboroto. "Es el señor obispo -le dice uno al otro-. Ahora que pase por aquí hay que decirle algo bonito". El borrachín se preparó, y cuando el dignatario pasó frente a ellos gritó con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Señor obispo! ¡Que tizne a su madre el diablo!"... Cada vez en mayor medida los mexicanos desconfían de la educación que sus hijos reciben en las escuelas públicas. Quienes pueden hacerlo envían a sus hijos a escuelas privadas, aun a costa de penosos sacrificios. Eso no significa en modo alguno que sean malas todas las escuelas del sistema oficial, y que sean buenas todas las de educación privada. Entre éstas hay, a todos los niveles, instituciones de ésas que en lenguaje popular se llaman "patito", es decir falsas, de baja calidad. Y hay entre las escuelas públicas algunas excelentes, cuyos directivos, maestros y padres de familia hacen esfuerzos por dar a los niños o jóvenes una buena educación. Pero en lo general la percepción que la gente tiene ahora es que las escuelas privadas son mejores que las públicas, y que vale la pena pagar por ese bien valioso que es la educación, a fin de asegurar un futuro mejor para sus hijos. Muchos cambios tendrán que hacerse, algunos radicales, para lograr que la escuela oficial mexicana - aquélla en que yo me eduqué- tenga la calidad que en otros tiempos tuvo. A continuación sigue el único chiste que se conoce de cuando Pepito era inocente. Sucedió que el niño, cansado de jugar, se quedó dormidito en el asiento de atrás del coche de su hermano mayor. Sin darse cuenta de que el pequeño estaba ahí, el muchacho fue por su novia y la llevó a un paraje apartado, en el campo. Ahí despertó Pepito, y oyó que su hermano le decía a la chica: "Me vas a dar lo que te pido ¿sí o no?". La muchacha, que era casta y honesta, respondió con firmeza: "¡No!". "Entonces te bajas" -le dice el muchacho-. Y haciéndola salir del coche regresó enojado a su casa. Al día siguiente Pepito tomó su triciclo, y pedaleando fue a la casa de Rosilita, su pequeña vecina. La invitó a subir al triciclo, y fue a la vuelta de la esquina. Ahí se detuvo, y le preguntó a Rosilita: "Me vas a dar lo que te pido ¿sí o no?". La niña, que no tenía la menor idea de lo que Pepito le estaba preguntando, le respondió con una gran sonrisa: "¡Sí!". Pepito quedó confuso, sin saber qué hacer. Bajó del triciclo y le dijo a la pequeña: "Bueno, supongo que entonces yo me bajo y tú te llevas el triciclo"... FIN.