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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

El señor y la señora estaban en la cama. Ella leía una revista de espectáculos; él se aburría viendo una vieja película en la televisión. De pronto el señor se vuelve hacia su esposa y le dice con tristeza: "A veces me pregunto qué fue de nuestra vida sexual". Responde la señora: "No sé la tuya. La mía se fue hace un mes de la ciudad". Se casó un hijo de doña Macalota. Llegó ella a la fiesta, y en la puerta le preguntó la chica encargada de acomodar a los invitados: "¿Es usted amiga de la novia?". Responde doña Macalota, airada: "¡Cómo voy a ser amiga de la novia si soy la mamá del novio!". Don Vetulio y don Geroncio, añosos caballeros, charlaban en su banca del parque. "Estoy muy mal -suspira con quejumbroso acento don Vetulio-. Todo me duele; todo me fatiga". "En cambio yo -declara don Geroncio- me siento como un bebé". "¿De veras?" -se admira don Vetulio. "Como un bebé, sí -confirma don Geroncio-. Sin pelo, sin dientes, y creo que me acabo de hacer pipí". La política dio; la política quitó. Lo que en el Senado construyó Beltrones durante varios meses, en un par de horas Peña Nieto lo destruyó en la Cámara de Diputados. Al impulsar la llamada reforma política el senador buscaba hacer más fuerte su aspiración presidencial. El gobernador mexiquense, al echar abajo la propuesta, fortaleció la suya. Cosas de la política son éstas. Cosas de la política son todas. Este desdichado país está enfermo de politiquería; aquí los políticos hacen y deshacen -más lo segundo que lo primero- a su completo antojo. Nada más ausente de esas manipulaciones que zarandajas tales como el interés nacional, la democratización de México o las demandas de la ciudadanía. La política nunca ve más allá de la política. En este caso, como en todos, la política dio y quitó. Pero al final de cuentas en esto de la elección de candidato priista, y en aquello de la elección de Presidente de México, no se hará la voluntad de la política: se hará la voluntad de la televisión. Ominosa frase esta última que de tu estremecido cálamo salió, insensato columnista. Hube de sacudir la cabeza para ver si la expulsaba del caletre. Vano empeño: la frase quedó ahí, agarrada a las telas del cerebro como garrapata, arácnido ácaro de la familia de los ixócidos y argásidos; parásito hematófago, dicho sea sin ofender. Ea, fútil escribidor: narra un último chascarrillo que nos ayude a cargar el peso de tu sombría reflexión, con la cual pusiste una nube de calígine en el ya de por sí turbado espíritu de la República. Adipio K. Chalotte era hombre inmensamente gordo. Cuando paseaba por el parque todos los niños de la escuela lo acompañaban, no para gozar de su compañía, sino para aprovechar su sombra y protegerse de los ardientes rayos del quemante sol. Si estaba en su automóvil los muchachillos de la calle se le quedaban viendo, y cuando él bajaba la ventanilla para reclamarles la insistencia de sus miradas ellos le decían que los perdonara, pero que habían pensado que el cristal de la ventanilla era de aumento. Se iba a casar Adipio, y a tal efecto se sometió durante meses a un intenso programa de gimnasia reductiva que lo puso en estado presentable, de modo que el oficiante del matrimonio no tuviera que preguntarle a su novia: "¿Acepta usted a 'esto' por esposo?". La noche de sus bodas Adipio se presentó ante su flamante mujercita, y le mostró los brazos: "Los sometí a gimnasia reductiva -le dijo con orgullo-, y les reduje 4 pulgadas". Le mostró luego el abdomen, y le dijo con ufanía igual: "Lo sometí a gimnasia reductiva, y le reduje 12 pulgadas". Finalmente Adipio dejó caer la última prenda, a fin de proceder al trance connubial. Ve la muchacha la correspondiente parte, y pregunta con tono de desolación: "¿También eso lo sometiste a gimnasia reductiva?". FIN.

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