Facilda Lasestas llegó a su casa luciendo un anillo caro. "Me lo saqué en la lotería, con el cantarito -le dijo a su marido. Pocos días después llegó con un reloj de lujo. "Me lo saqué en la lotería -declaró de nuevo-, y otra vez con el cantarito". Transcurrió una semana, y apareció Facilda con vestido nuevo, zapatos y accesorios que hacían juego. "Todo lo gané en la lotería -le informó a su esposo-. Con el cantarito otra vez". Tras decir eso Facilda se dirigió a la recámara, pero tropezó y cayó de sentón en el suelo. "¡Qué barbaridad! -se consterna el marido-. ¿No se te rompió el cantarito?". Sor Bette, la directora del colegio, paseaba por el umbroso huerto del plantel cuando escuchó suspiros, ayes contenidos y unos como quejos o gañidos de amor. Se dirigió al rincón de donde esos inusitados ruidos provenían, y se topó con un espectáculo que la dejó sin habla: Dulciflor, una de las jóvenes alumnas del plantel, yacía en posición de decúbito supino -o sea de espaldas- sobre el césped, y en esa antigua postura recibía los amorosos embates de un mancebo que seguramente había escalado antes la tapia para llegar al jardín de las delicias, como siglos antes hizo Calixto con Melibea, y Romeo con Julieta. Antes de que la estupefacta religiosa pudiera pronunciar palabra, le dice alegremente Dulciflor: "¡Estaba usted en lo cierto, sor Bette! ¡Hay muchas cosas que las chicas podemos hacer para divertirnos sin necesidad de fumar, beber alcohol o ir a los antros!"... La reciente celebración del centenario de la firma de los Tratados de Ciudad Juárez, arreglo que dio fin a la breve rebelión encabezada por don Francisco I. Madero, me hizo pensar de nuevo, y con remordimientos, en la figura de don Porfirio Díaz. Tuvo él, lo he dicho muchas veces, el supremo patriotismo de la renunciación. Bien pudo haber resistido el movimiento maderista, pero supo que su resistencia daría lugar seguramente a una intervención de los Estados Unidos, y prefirió salir de México, y vivir en un destierro honroso, antes que provocar un baño de sangre en el país. Fue un gran mexicano don Porfirio. Cometió errores -¿quién no los comete?-, pero amó profundamente a su patria y quiso lo mejor para ella. Pacificó a esta nación, sempiterna habitante del caos; la puso en el camino del progreso, y consiguió para ella el respeto universal. Ya quisiéramos hoy esa paz, ese progreso y esa buena consideración. Y sin embargo el héroe del 2 de abril, ese gran soldado que tantos triunfos dio a la causa republicana, y que luego se convirtió en un extraordinario estadista, ha sido condenado al basurero de la Historia, y sus restos no pueden reposar en su solar nativo. Por eso digo que escribo estos renglones con vergüenza. Día llegará, lo espero, en que los mexicanos maduremos y seamos capaces de la generosidad que se necesita para olvidar anacrónicas pugnas estériles. Entonces don Porfirio será reivindicado por los historiadores verdaderos, y ese gran mexicano podrá dormir el sueño de la muerte -que no del olvido- en su país. "No, Afrodisio -le dice Susiflor al ardoroso pretendiente que entre acezos le pedía aquellito como prueba de su amor-. Me prometí a mí misma que nada me entraría antes que el anillo de matrimonio"... El médico le pregunta a don Feblicio: "¿Le han dado resultado las píldoras para el sueño que le receté?". "No, doctor -responde él-. Lo único que hacen es dormirme una parte del cuerpo. Y para colmo la menos indicada".... Se necesitaba dinero para ampliar la iglesia, y el señor cura don Arsilio llamó a sus feligreses a una junta. Acudieron los notables del pueblo acompañados por sus esposas. Esos pilares de la comunidad y sus altivas consortes fruncieron el ceño y todo lo demás al darse cuenta de que también se había hecho presente doña Manfla, propietaria y administradora de la más conocida casa de mala nota en el lugar. Cuando el párroco dijo que necesitaba 200 mil pesos para iniciar las obras, los ricachones volvieron la vista a otra parte, e hicieron como que la Virgen les hablaba. La madama se puso en pie: "Yo doy ese dinero, padre" -ofreció sin vacilar. Un murmullo de escándalo se oyó entre la concurrencia. "Hija mía -le dijo el sacerdote, apenado, a la mujer-. Tomando en cuenta el origen de ese dinero, no sé si lo puedo aceptar". "Acéptelo, señor cura -replicó tranquilamente la madama-. Eso sí: añádale algo de su bolsillo. De todos los hombres que están aquí, usted es el único que no ha contribuido a integrar la cantidad"... FIN.