Facilda Lasestas, mujer casada, comentaba acerca de la relación con su marido. "Tenemos incompatibilidad de caracteres -decía-. A él le gusta la alta fidelidad, y a mí la alta frecuencia"... Hubo un accidente de tránsito, y seis o siete coches hicieron carambola. "¡La señora tuvo la culpa! -le dice uno de los conductores al oficial de tránsito-. ¡Hizo señal de que iba a voltear a la derecha, y volteó!"... En el bar tres amigos se confiaban cosas íntimas. Dice el primero, jactancioso (y mentiroso): "En mi noche de bodas yo le hice el amor a mi mujer seis veces". "Yo cinco" -se ufana el segundo, igualmente hablador. El tercero no decía nada. "¿Y tú? -le preguntan los otros-. ¿Cuántas veces le hiciste el amor a tu mujer en la noche de bodas?". "Una vez nada más" -contesta el tipo. "¿Sólo una vez? -se burlan los amigos-. ¿Por qué?". "Bueno -explica el otro-. Es que ella no estaba acostumbrada"... En la escuela les dice la maestra a los alumnos: "Está comprobado que los niños prefieren la leche de la madre a la que se les da en botella. ¿A qué atribuyen ustedes eso?". Opina Juanito: "La leche materna es más rica en elementos nutritivos". "La leche de la madre tiene mejor sabor" -contesta Rosilita. Pepito levanta la mano. La maestra no quería darle la palabra, pues conocía las salidas del precoz infante, pero al fin, ante su insistencia, le repite la pregunta: "A ver, Pepito: ¿por qué los niños prefieren la leche materna a la de botella?". Contesta Pepito: "Yo creo, maestra, que no es nada que tenga que ver con la leche. Es más bien cosa del envase"... La primera vez que miré la bahía de Acapulco la vi en manera tan hermosa como pocos mortales lo habrán visto. Era yo gozoso estudiante de la UNAM. Casi todos los fines de semana, y en las vacaciones, viajaba de aventón con algún amigo a un sitio de atractivo. Entonces no había peligro en viajar así, y de ese modo pude conocer muchos bellos lugares mexicanos. Una vez decidimos ir a Acapulco. Nunca había estado yo en ese maravilloso puerto. Ese día no andábamos de suerte, y la medianoche nos sorprendió en la carretera, cuando aún nos faltaba mucho para llegar. Nos vio a la orilla un policía de Caminos, y quiso saber a dónde íbamos. Se lo dijimos. Detuvo a un camión de carga que llevaba maíz en grano; le preguntó al chofer a dónde iba, y cuando el hombre respondió que a Acapulco le pidió que nos llevara. Subimos a la parte trasera del vehículo. Rendido por la fatiga, yo me quedé dormido al punto sobre el maíz. Dormido profundamente seguía horas después cuando sentí que mi compañero me movía. Abrí los ojos. Él sin decir palabra, señaló con el dedo hacia adelante. Me enderecé y dirigí la vista hacia donde mi amigo apuntaba. Y entonces vi el prodigio. Amanecía, y a la luz del alba miré por primera vez el mar. Jamás lo había visto, en mis 18 años de vida. Ante mis ojos se mostraba el espléndido paisaje de la bahía de Acapulco, una de las más bellas visiones que en el mundo se pueden contemplar. No sé ya cuántas veces he vuelto a ese lugar hermoso. Tengo en él recuerdos imborrables. Acapulco es la parte más entrañable de la actividad turística de México, la que guarda su tradición mayor. Por eso no me pareció acertada -y menos aún justa- la decisión de que el Tianguis Turístico que durante tantos años se ha efectuado ahí sea llevado a otras partes. Obvia es la frase, pero verdadera: Acapulco es Acapulco. Y -digo yo- a pesar de todo lo que pasa hoy nadie debe olvidar lo que Acapulco ha sido siempre. Don Abundio, el viejo mayordomo del rancho, fue a la gran ciudad, y comió en un restorán. Quiso ir al baño, y se encontró con que la puerta estaba cerrada. "Tenga la llave, señor" -acudió presuroso un mesero. "¿Llave? -se asombró don Abundio-. Mire usted, joven: allá en el Potrero tengo un cuartito de madera afuera de mi casa para estos menesteres. Está ahí desde los tiempos de mi abuelo, y puedo asegurarle que, aunque la puerta no tiene llave, en todos estos años nadie se ha robado ni tantito así de lo que ahí dejamos"... En una fiesta el científico sostenía la tesis de que la ciencia es factor indispensable para el desarrollo del comercio. Un comerciante ahí presente le dijo: "Yo vendo ropa para dama, señor, y no veo en qué me ayuda la ciencia". "¡Claro que lo ayuda! -confirma enfáticamente el científico-. Dígame: ¿vendería usted brassiéres si no fuera por la ley de la gravedad?"... Babalucas oyó hablar de sexo seguro, y acolchonó la cabecera de su cama para no golpearse la cabeza cuando lo practicaba. FIN.