Noche de bodas. El recién casado se sorprendió bastante cuando su noviecita le pidió 500 pesos como pago por lo que le iba a dar. Añadió la muchacha que lo mismo le pediría cada vez que él tuviera ganas de coición. Guardaría las sumas recabadas, y formaría así un fondo de retiro para ambos. En estado de excitación febril el galán aceptó aquello, pensando que sería una buena forma de ahorrar. Pasaron los años, y un día él llegó a su casa poseído por una profunda depresión: lo acababan de despedir de su trabajo, dijo, y tenía 60 años de edad. ¿Qué iba a hacer? "No te preocupes -lo tranquilizó su esposa-. Tengo todo resuelto". Y así diciendo le mostró una serie de estados financieros: con el dinero que a lo largo de los años él le había dado a cambio de aquellito, hizo inversiones en bolsa cuyos rendimientos totalizaban varios millones de pesos. "¡Uta! -exclamó gratamente sorprendido el tipo-. ¡Si he sabido que tenías esa habilidad para manejar el dinero, habría hecho en ti todos mis depósitos!"... Don Pedro G. González fue un amable personaje de mi ciudad, Saltillo. Comerciante, en su tienda se podía comprar desde un botón hasta una pistola calibre .38, pasando por instrumentos musicales, artículos de pesca -aunque en 200 kilómetros a la redonda no había dónde pescar- y telescopios. En su juventud don Pedro había sido telegrafista. Lo fue de Pancho Villa. Cuando algún visitante llegaba a la tienda a quitarle el tiempo con su conversación ociosa, él hacía repiquetear su lápiz sobre el mostrador. No sabía el importuno que don Pedro le estaba mentando la madre en clave Morse. En cierta ocasión le pregunté qué quería decir la G de su nombre. Me respondió que quería decir González. Se llamaba Pedro González González. Pero el primer González no era apellido; era nombre, pues hay un santo que así se llama: San Pedro González. Es nada menos que San Telmo, patrono celestial de la marinería. De él recibe su nombre el fuego de Santelmo, ese fenómeno que se produce cuando la atmósfera en el mar está cargada de electricidad en tiempos de tormenta. Surgen entonces chispas o ráfagas luminosas en lo alto de los mástiles de los navíos. Yo contemplé el meteoro en el curso de una azarosa travesía por el Golfo de Vizcaya, yendo de pasajero pobre en un barco de carga pestífero y ruidoso que navegaba de Southampton a San Sebastián, y puedo decir que es algo muy de ver. Don Pedro G. González gustaba mucho de la lucha libre. No se perdía las funciones en la Arena Obreros del Progreso. Reprobaba las violencias de los rudos del pancracio: él prefería a los técnicos de los combates gímnicos. Una noche algún impaciente espectador gritó: "¡Quiero ver sangre!". Don Pedro se volvió hacia él y le dijo: "Vete al rastro". Los radicales -ésos que por ser pura raíz jamás dan fruto (¡bófonos!)- hubiesen querido ver sangre en el encuentro entre Calderón y los integrantes de la caravana encabezada por Javier Sicilia, y que la reunión acabara como el rosario de Amozoc. No acabó con un rosario, aunque sí con un escapulario, según cuadraba al catolicismo de ambos personajes. La sangre no llegó al río. Es bueno que así haya sucedido, por más que los extremistas piensen que no se llegó a nada, y que al final todo quedó en abrazos, cortesías y futesas. Sin embargo se estableció un diálogo que puede ser fructífero si los que piden ajustan sus demandas a la razón, y si la burocracia se olvida de la mexicanísima costumbre de dar atole con el dedo. A mí me parece que el saldo del encuentro en Chapultepec fue positivo, siquiera sea como punto de partida. Esperemos que haya también un punto de llegada... La señora estaba en agonía. A su lado se hallaba su marido. Con voz feble le dice ella: "Antes de irme, Astasio, quiero hacerte una sincera confesión". "Calla -la interrumpió el hombre-. No digas nada". "¡Déjame hablar! -exclamó ella con el último aliento-. Para morir en paz debo decirte la verdad. Quiero que sepas que me acosté con todos tus amigos, tus compadres, tus antiguos condiscípulos, tus socios, tus colegas de profesión, tus vecinos de la colonia, tus compañeros de dominó y la membrecía masculina del club de golf. Te engañé 875 veces en total, según llevé la cuenta para efectos de confesión. ¡Perdóname!". Le dice el marido: "No pienses ahora en eso, esposa mía. Tranquilízate, calla, y deja que el veneno haga su efecto". FIN.