"¡Está usted perdida, señora! -le dijo muy apurada la linda criadita a su patrona-. Ahora que su esposo anda de viaje la vecina le envió un correo diciéndole que un hombre joven está entrando todas las noches en la casa. ¡El señor ha de estar furioso!". "¡Sálvame, Nurselina! -suplica ella-. ¡Cuando regrese mi marido dile que ese hombre venía a verte a ti!". "¡Uy, no, señito! -se asusta la muchacha-. ¡Si le digo eso se pondrá todavía más furioso!". Pepito le pidió en el club a su mamá: "¿Me dejas ir a la alberca?". "Niño -lo reprendió la señora-, hace cinco minutos fuiste a la alberca". "Sí, mami -contestó el muchachillo-. Pero ahora quiero ir a nadar". Doña Viperia felicitó a una amiga: "¡Qué precioso vestido traes! Si la memoria no me engaña, creo que ya te lo había chuleado hace cinco años". Le dice Burcelaga a su marido: "¡Buenas noticias, Leovigildo! ¡Si dejamos de comer ocho semanas podremos pasar tres días en la playa!". (Nota: y eso que Leovigildo ganaba 6 mil pesotes al mes). Dos maridos esperaban a que sus respectivas esposas dieran a luz. Se abrió la puerta de la sala de maternidad y apareció una enfermera con una gran sonrisa. Llevaba en los brazos unos triates. Uno de los hombres se pone en pie y dice lleno de angustia señalando al otro: "¡Él llegó primero! ¡Él llegó primero!".Sor Bette, prefecta del Colegio de las Damas, acompañó a unas internas al centro comercial, pues querían comprar ropa. Preguntó una de ellas al encargado de la tienda: "¿Cuánto cuesta este suéter?". El hombre le dijo el precio. "¿Por qué tan caro?" -se asombró la chica. "Señorita -explica el vendedor-: el suéter es de lana virgen". "¿Lo ven, muchachas? -exclama Sor Bette con orgullo-. ¡La virginidad es apreciada!". Doña Panoplia, dama de sociedad, señora de alto pedo, iba conduciendo su automóvil -un Aston Martin modelo 33-, y no hizo aprecio de la luz roja del semáforo. La detuvo un oficial de tránsito y le pidió: "¿Me da su licencia para conducir, señora?". "Cómo no, agente -responde, magnánima, doña Panoplia-. Conduzca usted, conduzca". Llegó un señor a su casa, y sorprendió a su esposa en brazos de un compadre. El marido, hecho un obelisco (Nota: seguramente nuestro amable colaborador quiso decir: "Hecho un basilisco") tundió a golpes al torpe galán. Postrado en tierra, sangrante, lacerado, el tipo le dice al coronado esposo: "Una cosa debo decirle, compadre: es usted un mal perdedor". Los novios fueron a pasar su luna de miel en una casa de campo en la montaña. Al llegar descubrieron, consternados, que no había ahí calefacción, y eran días hiemales. (Permítanme un momento; voy a consultar el significado de esa palabreja: hiemales. Los malos escribidores piensan que con el uso de términos bombásticos, magnílocuos y prosopopéyicos podrán velar su falta de caletre, y recurren entonces a términos enrevesados, olvidando el proloquio cervantino dicho en palabras de maese Pedro: "Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala". Veamos: "Hiemal: invernal". ¡Uta! ¿Por qué decir "días hiemales", pudiendo decir "días invernales"? No lo entiendo. Pero me estoy apartando del relato. Vuelvo a él). No les importó mucho a los felices tórtolos ese inconveniente, el de la falta de calefacción, pues los enamorados llevan en sí la suya propia. Pero esa noche le dijo el novio a su mujercita: "Mi vida: tengo heladas las manos". "Ponlas entre mis piernas -ofreció ella-, y así se te calentarán". La noche siguiente él repitió la misma instancia: "Tengo heladas las manos, amor mío". Otra vez la muchacha le indicó que las pusiera en el cálido abrigo de sus muslos. La tercera noche sucedió otro tanto, y la cuarta y la quinta y la sexta también. Cuando la septena noche -¡joder! ¿por qué no dice "séptima"?- el friolento galán volvió a quejarse de tener las manos gélidas, le preguntó ella, impaciente: "Bueno ¿qué nunca se te enfrían las orejas?". (No le entendí)... FIN.