Yo tengo fe en mi prójimo. Y me alegro de tenerla, pues sin esa fe la vida me sería imposible. No podría, por ejemplo, subirme a un elevador, o pasar un semáforo en verde, o usar cualquier jabón de baño. Si utilizo un ascensor es porque tengo fe en el prójimo que lo instaló, y sé que su aparato me llevará sano y salvo al piso a donde voy, en vez de desplomarse en caída vertiginosa hasta la oscuridad de un sótano, como en las películas de Sam Peckinpah. Si cruzo en mi automóvil bajo un semáforo en verde es porque tengo fe en mi prójimo, y confío en que detendrá el suyo ante la luz roja para que pase yo. Y si uso un jabón de baño es también por fe: abrigo la certidumbre que el prójimo que lo hizo no le puso alguna sustancia deletérea por cuyo efecto se me caerán algunas partes corporales que me hacen mucha falta. Por eso, porque tengo fe en mi prójimo, di entera fe a los correos que recibí según los cuales este mes de julio tiene cinco viernes, cinco sábados y cinco domingos (lo cual es cierto), y que eso se ve sólo cada 823 años (lo cual es falso de toda falsedad). Si alguna desconfianza hubiese sentido ante tales mensajes mi recelo se habría disipado porque uno de ellos venía en alemán, y los alemanes, germanos, tudescos o teutones no son dados a travesura o bromas. A mayor abundamiento, me confirmó el dato un cierto amigo mío experto en cosas de cronologías, tanto que usa un llavero con la figura del Calendario Azteca estampado en fina piel, y de tamaño natural. Mi error no fue tanto creer esa mentira como difundirla, por lo cual esta columnejilla toma hoy la forma de una "Fe de eratas", y así debe llamarse, con una sola ere para más grande pena. Lo que sucede es que esa fe en mi prójimo me movió a actuar, mutatis mutandis, como Santo Tomás de Aquino. Cuando ese gran filósofo era estudiante, uno de sus maestros le dijo en el salón de clases: "Tomás: asómate a la ventana, y verás un buey volando". De inmediato el muchacho se puso en pie y fue a la ventana, lo que causó una burlona risotada en los alumnos y en el profesor. "Pero, Tomás -le dijo éste-. ¿Cómo pudiste creer lo que te dije? Es imposible que un buey pueda volar". "Maestro -respondió el muchacho-. Pensé que era más creíble que un buey volara, y no que un maestro le mintiera a su discípulo". Sé que en la red abundan los yerros y falsías, y que no debe creer uno todos los mensajes que recibe, y menos aún aquellos que por causa de política están llenos de injurias y difamaciones; pero, neófito como soy en el uso de estos modernos artilugios, conservo aún cierta credulidad que -ahora lo sé- tiene sus riesgos. Me disculpo por haber contribuido a propalar una inexactitud. Aunque, viéndolo bien, sólo la mitad de aquella afirmación sobre el mes de julio era incorrecta, y un 50 por ciento de acierto en el diario ejercicio periodístico no es tasa desdeñable. Ahora bien: ¿cuántos mensajes crees que recibí en mis distintos correos señalándome mi error? ¡312! La persona de quien soy brazo derecho y colaborador principal, mi esposa, tuvo el acierto de contarlos, y me dio la cifra. Afortunadamente esa abundancia de mensajes no me ocurre cada 823 años: últimamente las columnejas que escribí sobre la fiesta de toros y en favor de las uniones gays fueron causa de un número de mensajes aún mayor. Eso me mueve a la vanidosilla tentación de suponer que a lo mejor mis lectores no son cuatro, sino unos pocos más. Agradezco a todos aquellos que con afecto me señalaron mi equivocación. Por desgracia no puedo prometerles que haré renuncia de mi fe: seguiré confiando en mi prójimo, y si alguno me dice que en el cielo anda un buey volando, yo también me asomaré a la ventana para verlo. Eso sí: sofrenaré mis ansias de compartir con quienes me leen todo aquello que juzgo interesante, y contaré con los dedos antes de decir que dos más dos son cuatro. Gracias a mis fidelísimos lectores por haberme sacado de ese error, y gracias, sobre todo, por su comprensión. FIN.