Era muy celosa aquella mujer llamada convenientemente Otelia. Al paso de una hermosa muchacha su desdichado y sufrido esposo, Calenturio, no podía voltear en modo ostensible a verle las turgentes pompas y las bien torneadas piernas, y luego correr hacia la chica para pedirle su teléfono, sin que la suspicaz Otelia concibiera al punto absurdas sospechas carentes en lo absoluto de justificación. Un día, agobiado por los continuos celos de su matrera esposa, Calenturio la amenazó con irse de la casa. "¡No me dejes, por piedad! -suplicó ella pensando en las tarjetas de crédito y demás ventajas de su situación matrimonial -. ¡Te juro que ya no tendré celos de ti! ¡Voy a cambiar! ¡Seré otra!". El abnegado esposo creyó en la promesa de su aprensiva mujer, y confió en que ya no se dejaría llevar por el monstruo de los ojos verdes, que así llama Shakespeare a los celos. Un día llegó Otelia a su casa, y al entrar en la recámara ¿qué vio? A Calenturio, en apretado abrazo de fornicación con una exúbera fémina. (La palabra "exúbera" no existe, pero su acento esdrújulo le da en este caso carta de naturalización). ¡Y en el mismísimo lecho conyugal! Le preguntó a su esposo: "¿Qué significa esto, infiel marido? (¡Vaya pregunta! ¿Acaso el infiel marido era psicólogo, o estudioso de las relaciones humanas?). ¿Quién es esa mujer?". "Sacre bleu! -se frotó los ojos Calenturio, quien en su niñez había leído "Los halcones negros"-. ¡Perdóname, Otelia, por favor! ¡Como me dijiste que ibas a ser otra, pensé que esta mujer eras tú!"... La niñita le pide a su mamá: "Cuéntame un cuento". Responde con una sonrisa la señora: "Me sé dos". "Ya sé cuáles son -interviene el marido-. Uno es 'Me duele la cabeza', y el otro 'Estoy en mis días'"... En medio de la calígine de nuestra vida pública (la mencionada vida asoma la cabeza en la columna y exclama con enojo: "¡¡ÓÓigame! ¡Yo no soy pública, y menos aún calígine!"), entre tantos desabrimientos y tantas desazones, nos alegra el triunfo de nuestra juvenil selección Sub-17 sobre el fortísimo equipo de Alemania. Desde luego las victorias en el deporte son efímeras, y de eso puede dar cumplido testimonio Rafael Nadal. A veces, incluso, las derrotas son más memorables. Recuerdo la vez que la Selección Nacional perdió ante el equipo del País de Gales. En aquella época se decía sotto voce que una cierta dama de relevante posición en la escena política y social regenteaba por abajo de la mesa algunos negocios de giro no muy claro. Su secretario, desolado, le dijo: "Señora: perdimos con Gales". "¡¡Cómo es posible! -bufó ella-. ¡De inmediato hablaré con mi marido para que ordene que nos sean devueltos!". El triunfo de nuestros aguiluchos (así debe decirse en caso de victoria, y no "nuestros ratoncitos verdes") es motivo de gozo en estos tiempos en que tantos motivos tenemos para la desolación. Allá por la madrugada la señora gritó con angustia: "¡¡Se está quemando la casa!". "Salgamos calmadamente -le dice su marido-. Y no grites tan fuerte, que vas a despertar a tu mamá". Se casó un leñador llamado Nemoroso con una muchacha cándida y sencilla de nombre Florilí, y llevola a vivir con él en la montaña. Ella lo veía hacer su trabajo cotidiano, que consistía en talar grandes árboles del bosque a fin de aprovechar su leña. El joven y lacertoso leñador acompañaba cada golpe de su hacha con un potente grito: "¡Fuaaaa!". Daba el hachazo y exclamaba: "¡Fuaaaa!". Un día la muchacha le preguntó llena de curiosidad: "¿Por qué cada vez que das un hachazo gritas: '¡Fuaaaa!'?". Responde el leñador: "Para acometer con mayor fuerza, y que el hacha penetre más profundamente". Esa noche el leñador y su mujer se entregaron al rito eterno del amor. A la mitad del connubio la joven esposa interrumpió de pronto los naturales acezos que acompañan al evento, y le pidió con agitada voz a su marido: "Grita '¡¡Fuaaaa!'"... (No le entendí)... FIN.
