"Mi nuevo jefe me dijo que tendría que darle sexo en la oficina, y servirle todos los días el café". Eso les contó Susiflor a sus amigas. Una de ellas, vehemente feminista, profirió indignada: "¡¡Machista infame! Y tú ¿¿qué le dijiste?". Responde Susiflor: "Que mesera no soy". Don Martiriano, el esposo de doña Jodoncia, les dijo a sus amigos: "Desde el primer día de casados le hice saber a mi mujer quién mandaría en la casa. La tomé por los hombros; la miré fijamente a los ojos y le dije con voz firme: "¡¡Tú mandarás en la casa!". Evocaba un señor: "Al principio nuestro matrimonio iba bien, pero a partir de que salimos de la iglesia el día de la boda". Decía una señora hablando de su marido: "Cuando era joven le interesaba sólo una cosa, y ahora ya no recuerda cuál era". Dice un conocido apotegma que "somos lo que comemos". Si no falla la lógica aristotélica, aquélla que en el bachillerato aprendí de memoria, la del BARBARA, CELARENT, DARII, FERIO, etcétera, la de los entinemas, sorites y dilemas, entonces no sabemos lo que somos, porque no sabemos lo que comemos. ¿Qué hormonas fueron dadas a la res cuya carne asamos los domingos en la sabrosa reunión de amigos, o en el encuentro familiar? (En Coahuila tenemos tres platillos típicos que forman nuestra cocina regional: carne asada término medio, tres cuartos y bien cocida). ¿Qué sustancias extrañas le fueron inyectadas al pollo cuya pechuga sirvió para hacer esta ensalada? Este maíz de las tortillas, o este durazno de curvas y suavidades femeninas, o la manzana que me tienta en el supermercado cuando no es tiempo de manzanas -de tentaciones siempre es tiempo- ¿son resultado de manipulaciones transgénicas que pondrán en mi cuerpo elementos que luego andarán en mi organismo como en mis pesadillas infantiles merodeaban Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia, Drácula y todos aquellos espantables monstruos que llenaban las matinés del Cinema -no cine, por favor- Palacio, en aquel Saltillo que también era niño como yo? Una cosa sé de seguro, entre todas las demás que de inseguro sé: la naturaleza es al mismo tiempo amable e implacable. Si le damos por su lado -quiero decir si la respetamos y obedecemos sus sencillas leyes- nos cuida y nos protege. Si nos apartamos de ella, si por cosas de ciencia o religión inventamos disparates como el DDT o el celibato sacerdotal, entonces la naturaleza se vale de expedientes tales como la muerte de las especies animales, o la plaga de la pederastia, para castigarnos por la soberbia y la locura de atentar contra natura. ¿Somos lo que comemos? Entonces ya no sabemos lo que somos. ¡¡Insensato columnista! Tus últimas palabras me provocaron un calosfrío o repeluzno que me bajó desde la nuca hasta no quiero decir dónde. Relata un chascarrillo final, y luego deja que la República descanse de tu palabrería. Minucio Maldotado vivía en constante sufrimiento por la insuficiencia de sus prendas de varón. Le hacía apasionadamente el amor a una mujer, y cuando terminaba y caía exhausto de espaldas sobre el lecho, ella le preguntaba, ansiosa: "¿¿A qué horas empiezas?". Otras veces su pareja, en vez de preguntarle en erótica insinuación si los ratones le había comido la lengua, le preguntaban si le habían comido aquello otro. Fue, pues, Minucio con un especialista, y éste le hizo una extrañísima proposición: le implantaría la trompita de un elefante bebé, con lo que no sólo quedaría convenientemente provisto, sino además adquiriría un exótico interés que a ciertas damas atrae mucho. La intervención se llevó a cabo con éxito, y así equipado salió Minucio al mundo. Tiempo después el médico le preguntó cómo le iba con su nueva personalidad. "No me puedo quejar, doctor -dijo Minucio-. Ahora dispongo de un variado repertorio de parejas. Eso sí: paso algunas vergüenzas cuando en las fiestas ponen cacahuates de botana". FIN.
