"Vamos con las muchachas malas" -le propuso Afrodisio Pitongo, verriondo sujeto, a su amigo Trisagio. Éste, hombre de buenas costumbres, y casado, declinó la invitación. "No, gracias -contestó-. Ni siquiera puedo acabarme lo que tengo en mi casa". "Entonces -sugiere Afrodisio- vamos a tu casa". Babalucas era agente de tránsito. Le preguntó un automovilista: "¿Puedo estacionarme aquí?". Respondió escuetamente el badulaque: "No". El conductor se enojó. Preguntó con iracundia: "¿Y por qué los dueños de esos otros coches sí pudieron estacionarse?". Con igual laconismo explica Babalucas: "Ellos no preguntaron". Comentaba Silly Kohn, vedette de moda: "Una vez me propuse dejar el cigarro, el licor y el sexo. Fueron las dos horas más difíciles de mi vida". Don Sinoplio Gules, caballero con humos de aristócrata, salió a hacer su habitual caminata matutina. Vestía un terno gris Oxford, al estilo de los gentlemen eduardianos. Llevaba en una mano sus guantes de cabritilla, y en la otra un ligero junco de puño marfilino, bastón que le servía no para apoyarse en él, sino de adorno personal, pues solía hacerlo girar con elegancia al estilo Fred Astaire. Lucía en el chaleco un reloj de bolsillo Patek-Philippe, y leontina de oro; calzaba finísimos zapatos de charol, con polainas de pelo de camello, prenda que, aunque algo démodé, seguía usando a fin de no dejar ver los calcetines, y menos aún -inverecundia grave- la canilla de la pierna. Finalmente, cubría su incipiente calvicie con una gorra Ascot de fieltro, la cual cambiaba por otra de paja en los cálidos días estivales. Era un dandy, en efecto, don Sinoplio; un lechuguino, un Brummell, un pisaverde, currutaco, lagartijo, petimetre o figurín. Alguien así, supongo yo, debería estar por encima de las cacologías de este mundo. Mas ¿quién escapa a ellas? Como siempre, llevaba el señor Gules la mirada en alto. No advirtió, por lo tanto, lo que debió advertir, y pisó una caca de perro. ¡Qué mortificación tan grande! Lo primero que hizo don Sinoplio fue volver la mirada a todas partes a fin de observar si alguien había visto aquel penosísimo suceso, que tan mal se avenía con su prosapia y sus blasones. ¡Un Gules pisando una popó de perro, después de que otro estuvo en las Cruzadas! Por fortuna nadie se dio cuenta del bochornoso incidente. Maldijo en su interior el caballero a toda la raza canina por su evidente y comprobada falta de urbanidad, y al Municipio por su culpable negligencia al no retirar con premura de la calle aquellas inciviles deyecciones. Limpiando estaba su zapato frotándolo en la grama cuando se percató de que venía en su dirección la señorita Himenia Camafría, célibe de edad madura, y su vecina. Cuando la senescente dama llegó a su lado preguntole: "¿A dónde bueno, mi querida amiga?". "Vengo del salón de belleza" -replicó ella. "¿Y no había nadie?" -inquirió el señor Gules sin pensar lo que decía. Ella pareció no advertir la impropiedad de la pregunta. Dijo arriscando la nariz: "¿No percibe usted, amigo mío, un ingrato olor hedentinoso?". Don Sinoplio se azaró. "Ha de ser -respondió con premura- el tufo que despiden los valores de nuestra época, muertos tiempo ha". "A mí me parece -replicó la señorita Himenia- un efluvio menos espiritual". El señor Gules recordó en ese momento que días antes había terminado de hacer en su casa una bonita pérgola, pequeño kiosco de madera para sostener las plantas trepadoras que en su jardín crecían. A fin de llevar la conversación por otra senda menos aromosa le dijo a su vecina: "Pase usted por mi casa uno de estos días, buena amiga. No se lo diga a nadie, pero tengo una pérgola que le va a gustar". "¡Señor mío! -cambió de actitud la señorita Himenia-. ¡Si va a empezar usted con groserías mejor me voy!". Un añoso señor le dijo a otro: "Empecé a tomar Viagra, pero las pastillas tuvieron un efecto secundario". "¿Ah sí? -se interesó el amigo-. ¿Cuál fue ese efecto?". Contesta el señor: "A mi esposa le volvieron aquellos dolores de cabeza que se le habían quitado ya". FIN.