Astatrasio Garrajarra, beodo profesional, le dice a Empédocles Etílez, su compañero de embriagueces: “Recuerdo la vez que se me ocurrió usar la botella como sustituto de la mujer”. Inquiere Empédocles: “Y ¿qué pasó?”. Responde Garrajarra: “Se me quedó atorada en la botella”. (No le entendí). Babalucas regresó de su luna de miel. Le preguntó, travieso, un amigo: “¿Cómo te fue con tu novia?”. “Muy bien” -contestó feliz el badulaque. Y añadió bajando la voz: “Y una cosa voy a decirte: por la forma en que ella ha estado actuando, creo que dentro de poco podré tener sexo con ella”. La voz de Javier Sicilia es una voz respetada y respetable. Su palabra proviene del dolor, sí, pero es también una indignada protesta y una exigencia que deriva de esas supremas razones que son la verdad y la justicia. Por eso lo acompañan en sumovimiento luchadores sociales tan destacados como Emilio Álvarez Icaza y el sacerdote Miguel Concha; por eso se han congregado en torno del poeta tantas mujeres y hombres que integran grupos de índole diversa y que buscan, cada uno a su manera, nuevas formas de convivencia social más digna y más humana. Encuentro, sin embargo, un riesgo en la calificación que se da a Javier Sicilia, de profeta. Los profetas suelen estar siempre un poco locos. Entre el profeta y el poeta -la poesía es otra formade locura- hay más de una semejanza; tan es así que un solo término, “vate”, los designa a ambos. Los profetas se mesan los cabellos, se arrancan las barbas, se echan ceniza en la cabeza, se tunden el pecho con pedruscos, claman como desesperados aunque sepan que nadie los escucha aparte de las arenas del desierto, se alimentan de langostas -quizá con aderezo de una pizca de miel- y, en los tiempos modernos, fuman donde no se debe fumar. En un abrir y cerrar de ojos pasan de un extremo a otro; por ejemplo, del beso a la diatriba. Yo preferiría que Javier Sicilia no fuera un profeta, sino un ciudadano, alguien como tú y como yo, que en nuestro nombre hablara y en nombre nuestro les dijera a los que se sienten dueños del poder que ese poder es nuestro, de los ciudadanos, y que quienes lo ejercen no lo deben conculcar, ni pervertirlo usándolo para su medro personal. Los profetas son hombres solitarios; los ciudadanos, en cambio, habitantes de esa forma del “nosotros” que es la ciudad, caminan juntos, sin protagonismos, atuendos especiales ni poses calculadas, en busca del bien de la comunidad. Los poderes, tanto los constitucionales como los llamados fácticos, son muy poderosos. Y son aviesos: dicen que sí, pero no dicen cuándo. Para vencerlos hace falta imaginación, es cierto, pero más falta hace organización. Y los profetas no son organizados. Los ciudadanos sí tienen capacidad de organizarse. El profeta Sicilia puede llevar consigo el romántico ingrediente de la rebeldía, pero el ciudadano Sicilia puede conseguir, con otros ciudadanos, algo más necesario: la eficacia. No entendí nada de tu sermón, inane pendolista, pero lo doy por bueno, pues se refiere a una buena causa. Relata ahora un gracejo final que cierre el telón de tu columnejilla, y luego cesa ya tu perorata. La República te lo agradecerá. Aquella esposa le hizo una súbita pregunta a su marido: “Si muero antes que tú ¿te casarías de nuevo?”. “De ninguna manera responde él-. Para mí no existe ninguna mujer más que tú”. “Realmente no me importaría que te casaras -concede ella-, pero no me gustaría que trajeras a tu nueva esposa a esta casa”. “Ya te dije que no me casaré otra vez” -repite él. “Tampocome agradaría -insiste ella- que durmieras con ella en esta misma cama”. “¿Sigues con lo mismo? -se impacienta el hombre-. Vuelvo a decirte que ni siquiera en la imaginación ha pasado por mí la idea de tener otra compañera”. La señora no cede en su inquietud. Le dice a su consorte: “Y no quiero que esa mujer se ponga mi ropa”. “Eso descártalo de plano -le asegura el marido-. Ella usa dos tallas menos que tú”. FIN.