En medio de la noche don Languidio sintió urentes ganas de ir a hacer pipí. Se levantó al punto, y cuando estaba haciendo lo que había ido a hacer le dijo con rencorosa voz a la aludida parte: "¿Lo ves? Cuando a ti se te ofrece yo sí me paro". (No le entendí). Les pido a mis cuatro lectores un favor: háganme saber, si tan amables son, la ruta más corta para ir a Chicago. Debo viajar en forma urgente a esa ciudad. No me llevan ahí motivos de trabajo. (Soy dueño de la inmensa fortuna de no trabajar nunca: siempre he hecho lo que me gusta, y así jamás he tenido que trabajar). Tampoco voy ahí por causas de salud, y eso que no comparto el dicho de aquel que, por tenerla, decía: "El dinero es lo que más importa. La salud como quiera va y viene". Menos aún me llevan ahí motivos de nostalgia: mis nostalgias las llevo yo conmigo, y no necesito moverme de mi sillón para evocarlas. Ciertamente viví en Chicago un tiempo, en mis años de aprendizaje de ese oficio que ni con todos los años de la vida acaba uno de aprender: el periodismo. Fui alojado primero en The Palmer House, en la misma habitación -me dijo el anciano botones- que ocupó una vez Mark Twain (propina doble para el anciano botones), y luego estuve en la casa de mi amigo John Brunetti, quien había complementado sus lecciones de español viendo películas mexicanas, y lo hablaba siempre con la cansina lentitud y el tono amenazante de Miguel Inclán. ¿Por qué quiero ir a Chicago, entonces? El columnista hace una dramática pausa esperando que alguien le pregunte: "¿Por qué quiere usted, señor, ir a Chicago? Dígalo ya, a fin de que todos podamos seguir nuestras tareas habituales". Nadie, sin embargo, hace la pregunta. Al parecer ninguno se interesa en saber por qué el escribidor quiere viajar a la llamada Windy City. He aquí otra muestra del egoísmo que priva en nuestra época. Se ha perdido aquella cortesía que en los pasados tiempos. (Nota: Nuestro amable colaborador hace aquí una serie de consideraciones de carácter sociológico y ético que por su dilatada extensión -342 cuartillas- nos vemos en la penosa necesidad de suprimir). Diré entonces, aunque nadie me lo pregunte, por qué quiero ir a Chicago. ¡Porque recientemente se inauguró ahí una estatua monumental -mide 8 metros de alto- de Marilyn Monroe! La imagen que la representa es aquélla en que la hermosísima mujer aparece sujetando el airoso vuelo de su falda blanca, alzada por la súbita ráfaga de viento que sale de una rejilla en el suelo. Millares de visitantes han acudido a contemplar las piernas monumentales de la rubia, sus muy visibles panties, su risa hospitalaria y jubilosa. Hay quienes han objetado que la escultura esté en la vía pública -plena avenida Michigan-, y le hacen objeciones en nombre del buen gusto y la moralidad. A mí la moralidad y el buen gusto me tienen sin cuidado, y además admiro el arte del autor de la obra, Seward Johnson, a quien considero una especie de Andy Warhol de bulto, autor de efigies colosales referidas a la cultura popular, cercanas a la gente y a sus sentimientos. Guiado por Ángel Martín del Campo, mi amigo, mánager y apoderado general en las tres Californias, vi en San Diego otra escultura de Johnson, aquella que reproduce la fotografía captada por Víctor Jorgensen, de un marinero anónimo que toma entre sus brazos a una anónima enfermera y la besa durante la celebración en Times Square de la victoria de Estados Unidos sobre Japón, en la Segunda Guerra. Yo siento un gran respeto por lo popular; detesto toda forma de culteranismo, excepción hecha del de Góngora, y pienso que nuestro tiempo sigue dando íconos como Marilyn, que bien merecen este tipo de consagración. Lo dicho: ¿cuál es la ruta más corta para ir a Chicago?... Don Feblicio y su esposa le pidieron a su médico familiar que les diera algo para reavivar su ímpetu amoroso. El facultativo les recetó una pócima que, dijo, había probado sólo en mujeres, pero que de seguro haría efecto en ambos. Esa noche los dos bebieron el poderoso elixir. Una hora después gritó con ansia la señora: "¡Tengo ganas de un hombre!". Y gritó don Feblicio: "¡Yo también!". FIN.