Don Cebilio era hombre gordo, tremendamente gordo. Las mujeres del lupanar al que acudía dos veces por semana a sedar sus urentes rijos de varón le habían puesto un singular apodo: le decían "el Juan Diego", porque las dejaba estampadas en la sábana. Cuando con él hacían el sexo le pedían estar ellas arriba, no por razones de feminismo, sino de supervivencia. Le cobraban por tiempo, pues si le hubiesen cobrado por kilo no habría completado el mantecoso ni con todas las reservas de Fort Knox, ahora tan menguadas. Sus parejas le pedían que se moviera, para experimentar ellas alguna sensación, y respondía él: "Sólo que venga un terremoto". Y ni siquiera vivía el mondongón en zona de seísmos. No nada más con eso tenía problemas don Cebilio por causa de su gordura extrema. En tiempos de la Segunda Guerra lo acusaron de germanófilo, porque rompió un excusado inglés. Otra vez se sentó en una silla de Viena. La silla se quebró, y al palacio de Schönbrunn le aparecieron grietas. "No sé por qué estoy así -se lamentaba-, si únicamente me tomo seis licuados de plátano con leche cada día". Y era cierto. Pero cada licuado se lo hacían en la lavadora. En la playa no podía meterse al mar, porque subía la marea. Quienes lo veían en su coche pensaban que el vidrio de las ventanillas era de aumento. Ahora bien: no estoy haciendo escarnio de la sobra de carnes de Cebilio. Lejos de mí tan temeraria idea. Uno de los lemas que guía mi pluma al escribir es "Ludere, non laedere". Bromear, no ofender. El humor que hiere no es humor, es mordacidad o zaherimiento; equivale a golpear y herir con la palabra. Uso su obesidad para ilustrar el ingente peso y el volumen de la enorme burocracia política y electoral que los mexicanos padecemos. Nuestro país abunda en politiquería, y es lamentablemente escaso en administración. Recibí ayer una carta del presidente Calderón. Esto que digo no es jactancia: millones de mexicanos -espero- la han recibido también. En ella me felicita por ser un contribuyente cumplido. Procuro serlo siempre, don Felipe, mitad por convicción, mitad por miedo. Me siento frustrado, sin embargo, cuando pienso que una buena parte de los impuestos que pago se aplica al sostenimiento de los partidos políticos, algunos de los cuales son meros negocios de familia, o individuales; a la difusión de los mensajes del Gobierno y de los candidatos, mensajes que por su desorbitada cantidad -se cuentan en millones- y por su machacona repetición exasperante nos tienen ya hasta la coronilla; a la construcción de obras como esa Estela ya tristemente célebre, que quiere ser de luz y tan llena está de oscuridades, o ese faraónico edificio del Senado, inútil lujo de políticos ricos en un país lleno de pobres. La obesidad de la casta política y de sus infinitas derivaciones burocráticas pesa gravosamente sobre México y sobre los mexicanos. Se necesita una reforma radical para acabar con esa costosa forma de subdesarrollo. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado. Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, vio a una señora muy fea que iba con dos niños. Le preguntó con sonrisa más falsa que bubis de vedette: "¿Son gemelitos?". "No -replica la fea mujer-. Uno tiene 9 años, 7 el otro. ¿Tanto así se parecen?". Replica el insolente: "No se parecen nada. Pero pensé que era imposible que hubiera usted tenido sexo dos veces en la vida". Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía un perico, según antigua tradición de célibes añosas. Cierto día le compró una cotorrita para que lo acompañara. "Cuídala mucho -le pidió-. Me costó 3 mil pesos". Minutos después, sin embargo, Himenia se sorprendió al ver que el infeliz cotorro estaba desplumando a la asustada periquita. Le preguntó, furiosa: "¿Qué haces, bellaco malandrín?". Respondió el loro jadeando con agitación: "¡Por 3 mil pesos la quiero encueradita!". FIN.