"Necesito 60 condones -le dijo un tipo al farmacéutico-. Voy a pasar este fin de semana con una chica". Sorprendido, el de la farmacia acertó sólo a sugerirle: "¿Por qué no lleva de una vez la caja con cien?". "Gracias -rechaza el individuo-. No soy tan cogelón". Don Chinguetas, marido de doña Panoplia, tomó una habitación en un hotel de playa. Ella debía reunirse con su esposo el día siguiente. Don Chinguetas le puso un correo para indicarle que la esperaba ya, pero equivocó la dirección electrónica, y el mensaje le llegó a una señora cuyo marido había pasado a mejor vida el día anterior. Al leer el correo la mujer se desmayó. Decía el mensaje: "Todo está dispuesto para que te reúnas mañana conmigo. No te imaginas el calor que hace aquí". Ignoro si esa gran señora que es la vida usa tarjeta de presentación. Si la tiene, seguramente dirá esto: "La Vida. Maestra de Tiempo Completo". Y es que nunca acaba uno de aprender. Y de no aprender también. Ahí está, por ejemplo, el caso de Strauss-Kahn. El mundo entero -con las molestas excepciones de siempre- lo juzgó culpable cuando la humilde camarera de un hotel lo acusó de violación. El pobre rico fue sometido a tratos humillantes, y sufrió penalidades que bien merecen el nombre de calvario. Al final, sin embargo, el fiscal que había desatado la persecución contra él se desistió de los cargos y lo puso en libertad. La supuesta víctima resultó ser una gold-digger, si me es permitido ese modismo yanqui, útil para nombrar a las mujeres que buscan sacarle dinero a un hombre adinerado. Quienes sin más ni más compadecimos a la mucama -¡pobrecita!- y execramos al potentado vil -¡cabrón!-, caímos en un síndrome que bien podría llamarse el de la opción preferencial por los pobres. Consiste en pensar que por el solo hecho de ser pobres los pobres son buenos, y que por el hecho solo de ser ricos los ricos son perversos. Lo cierto es que la indigencia propia de la naturaleza humana hace que casi todos seamos pobres de una manera u otra. A más de la pobreza del dinero hay otras pobrezas aún más pobres, como es la falta de salud, de amor, de paz espiritual, y una serie larguísima de etcéteras. Será mejor, entonces, que ante la justicia seamos todos iguales, y que los juzgadores no tomen en cuenta más riqueza o pobreza que la de los argumentos que cada parte esgrima. Otro principio fundamental existe que muchos olvidamos en el caso de Strauss-Kahn (y lo seguimos olvidando en otros casos): nadie es culpable mientras no se demuestre en juicio su culpabilidad. Además no corresponde al acusado aportar las pruebas que demuestren su inocencia: esa carga recae sobre el acusador, quien debe demostrar con evidencias fehacientes la procedencia de sus imputaciones, y no basarlas nunca en simples apariencias. Me propongo ya no olvidar todo eso, y recordar siempre al panaderito. Lo digo por la inscripción que había sobre la puerta del tribunal en una antigua ciudad italiana. Un joven panadero fue ahorcado por ladrón. Tiempo después se supo que el culpable del robo había sido otro. El pueblo puso un letrero admonitorio dirigido a los jueces, para instarlos a juzgar con mayor juicio. Decía el tal letrero: "Acuérdense del panaderito". Luego del caso de Strauss-Kahn, y tras haber aprendido la lección de esa maestra que es la vida, procuraré, antes de hacer cualquier acusación, acordarme del supermillonario. Babeca, la hermana soltera de Babalucas, fue con el ginecólogo. Después de examinarla el facultativo le dijo que estaba bastante embarazada, pues iba a tener triates. "¡Ah! -exclama Babeca echa una furia-. ¡Voy a buscar a los tres canallas que me hicieron esto!". Rosibel, secretaria, le contó a una amiga: "Voy a demandar a un compañero de trabajo por acoso sexual. Ayer me dijo: '¡Qué bonito huele tu pelo!'". La amiga se sorprende: "¿Y por eso lo vas a demandar?". "Sí -confirma Rosibel-. Es un enano". (La verdad, no le entendí). FIN.
