Doña Facilisa tenía un amante. Cierto día lo admitió en su casa, pues el esposo había salido de viaje. Cuando la pecatriz se estaba refocilando con su amasio en el lecho conyugal, recibió la noticia de que el tren en que iba su marido había descarrilado, y el infeliz había pasado a mejor vida. "¡Alabado sea el Señor! -exclamó con fervoroso acento doña Facilisa-. ¡Ya no estoy cometiendo adulterio!"... Don Algón, salaz ejecutivo, logró por fin que la linda Rosibel cediera, y se diera. Al terminar el erótico trance le dice ella: "Pero quiero que sepa que no acostumbro hacer una práctica de esto". "Ya lo sé, linda -responde don Algón-. A las claras se ve que ya no necesitas práctica"... Me alegró la llegada de José González Morfín a la presidencia del Senado. Poco lo he tratado, pero mis conversaciones con él me han dejado siempre la impresión de que es un buen político, un panista de cepa como aquellos que conocí en los tiempos en que hice mis pinitos de abogado, cuando sacaba de las ergástulas de la Policía a amigos míos cuyo delito había sido fijar propaganda de Acción Nacional en las paredes de las calles de Saltillo. Los panistas eran entonces objeto de irrisión. Se decía que había tres señales que evidenciaban pendejez: casarse, comprar billetes de la lotería y votar por el PAN. Y sin embargo, los escasos militantes del partido que fundó Gómez Morín eran objeto de general respeto. Se les consideraba hombres íntegros, quizá un poco chiflados, y algo mochos, vale decir católicos conservadores (entonces no había de otros), pero honestos a carta cabal, y dueños de ideas y de ideales. Tenían una idea mística de la política -era el camino más ancho de la caridad-, y practicaban un verdadero apostolado cívico. Pienso que a esa especie de panistas, cultos, idealistas, con una concepción ética del quehacer político, pertenece González Morfín. Su elección como presidente de los senadores, que aplaudo con ambas manos para mayor efecto, me ha hecho evocar aquellos años, los de la brega de eternidad, cuando el PAN, perdiendo, ganaba. Ahora, ganando, ha ido perdiendo... ¡Insensato pendolista! ¿Acaso con este último retruécano pretendes cimbrar sobre sus cimientos la estructura del instituto blanquiazul? Debo decirte que tus peroratas no cimbran ni a un hormiguero de interés social, menos aún van a conmover el edificio del partido en el poder, cuyo amplio presupuesto, tan generoso como el que gozan los demás partidos, lo pone al amparo de cualquier cimbreo. Ea, suspende ahora tus lucubraciones, y deja que algún relato fantasioso de los que mana tu caletre inane haga bajar el telón de esta columnejilla... Don Prisco, el dueño de una pequeña tienda de barrio llamada "El gato negro", se sorprendió al ver que frente a su modesto local se detenía un lujosísimo automóvil. Era un auténtico Duesenberg de colección, de los diseñados por Willoughby. El chofer abrió la puerta del vehículo, y de él descendió un elegante caballero. Entró en la tiendita el potentado, y sin más ni más le preguntó a don Prisco: "¿Se acuerda usted de mí?". "N-no, s-señor -tartamudeó el tendero-. Discúlpeme, pero no lo recuerdo". "Hace 10 años vine aquí -dice el señor-. Era yo un pobre miserable, un vagabundo que no tenía ni para comer. Usted me regaló 10 pesos, me dio una palmada en el hombro y me dijo: '¡Ánimo!'. Esa palabra suya, y su bondad, me impulsaron a luchar. Con los 10 pesos me compré 10 lápices, que vendí a 2 pesos cada uno. Compré más lápices, que igualmente realicé con ganancia. No alargaré la historia: ahora soy dueño de la mayor cadena de fábricas de lápices del mundo. Me he vuelto supermillonario. Pero quiero que sepa que nunca me olvidé de usted, el hombre a quien debo mi fortuna". "Caramba, señor -acierta apenas a balbucear don Prisco-. Se lo agradezco mucho". Y luego, esperanzado, le pregunta: "Y ¿a qué debo el honor de su visita?". Responde el elegante caballero: "¿Podría darme otros 10 pesos? Ahora quiero incursionar en el negocio de cuadernos"... FIN.