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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Susiflor, muchacha recién casada, le dice a su mamá: "Siempre que llega del trabajo, Vehemencio me come a besos. Dice que mis besos son su mejor alimento''. "¿Y no le cansa esa comida?'' -pregunta sonriendo la mamá. "No -contesta Susiflor-. Lo que lo deja agotado es el postre''... El director del observatorio meteorológico llama al encargado de predecir el tiempo. "Oiga, Pifio -le dice-. Antes era usted muy atinado. Siempre sabía cuándo iba a llover. Ahora no acierta nunca. ¿Qué le sucede? ¿No sirven ya nuestros aparatos? La información que recibimos por satélite, ¿ha dejado de ser clara?''. "No, jefe -responde Pifio-. Lo que pasa es que ya no tengo reumas''... El jefe vikingo se disponía a atacar la tranquila aldea de la playa. Le dio una orden al nuevo cocinero: "A los remeros de la izquierda dales una botella de ron a cada uno. A los de la derecha, una docena de cocteles de ostiones por cabeza''. "¿Por qué?'' -se extraña el cocinero. Explica el jefe: "Los de la izquierda son los encargados de robar; a los de la derecha les toca el asalto a mujeres".... El líder de la fábrica va con el gerente. "Necesitamos aquí una guardería'' -le dice con tono perentorio. "¿Una guardería?'' -se sorprende el funcionario-. ¿Por qué?''. Contesta el dirigente sindical: "¿Recuerda usted el lema de Marx: 'Trabajadores del mundo, uníos'?''. "Sí lo recuerdo'' -manifiesta el gerente, inquieto-. "Bien -continúa el líder-. En esta empresa se han estado uniendo los trabajadores y las trabajadoras''... Contaba el señor en la oficina: "'Hoy fuimos a comer al restaurante de la esquina. Llegó por casualidad el jefe, y se sentó con nosotros. Al final de la comida pronunció unas palabras hermosísimas''. "¿Ah, sí? -pregunta alguien-. ¿Qué dijo?''. Responde el señor: "Dijo: 'Tráigame a mí la cuenta'''... El encargado de contrataciones interrogaba a Babalucas. "¿Lee usted inglés?". "Sí, -responde el badulaque-. En traducción al español"... El Colegio Ignacio Zaragoza, de Saltillo, colegio invicto y triunfante, está cumpliendo los primeros 75 años de su edad. En esa institución lasallista yo fui niño. A mañana y tarde hacía el camino, primero de la mano de mi madre, después solo, a la recia casona de la calle Hidalgo, ya en el antiguo barrio del Ojo de Agua, el de más tradición en mi ciudad. Encontré ahí un ángel que se hacía pasar por profesora: mi maestra de primer año de primaria, la señorita Petrita. Era pequeña y sonrosada, como hecha de algodón de azúcar. Cuando mi grupo cumplió 50 años de haber salido del colegio, ella me pidió que fuera yo su chambelán en los festejos. Era ancianita ya. Se rió y me dijo: "¡Anda, Armandito!" cuando le conté que al vernos juntos la gente preguntaba: "¿Quién es el viejecito que va con esa muchacha tan bonita?". Guardo el recuerdo amable del hermano Fermín González, que nos maravillaba porque bailaba el trompo en el aire y lo recogía en la palma de su mano antes de que tocara el suelo, para que girara en ella. Cuando en Semana Santa nos hablaba de la Pasión de Cristo, el señor González rompía a llorar desgarradoramente al describir los sufrimientos de Jesús, y no podía ya seguir la narración. Era yo un niño flaquito y escuchimizado. El buen padre Secondo, capellán del colegio, jesuita e italiano, que estuvo en la Primera Guerra y ahí perdió casi la voz por los gases asfixiantes, oía mis párvulos pecadillos en la confesión de los primeros viernes, y me decía al final: "De penitencia dile a tu mamá que te dé todos los días una taza grande de chocolate con dos piezas de pan de azúcar". Al terminar el curso, en solemne ceremonia en el elegante Cinema Palacio -no cine, si me hace usted favor-, el director del colegio nos imponía medallas: de Aplicación, de Puntualidad, de Buena Conducta, de Moral. Casi todos mis compañeros salían con el pecho constelado de medallas, igual que don Porfirio. Yo recibía solamente dos: la de Declamación y la de Canto. Ya mostraba lo que iba a ser, bendito Dios. O lo que no iba a ser. Recuerdo ahora a mi colegio, y pienso que soy en buena parte como él me hizo. Ahí aprendí a leer y -más importante aún- ahí aprendí a creer. Sin esa fe todo se vuelve triste, porque se pierde la esperanza. En el fondo sigo siendo aquel niño todavía. Aún estoy aprendiendo a bailar en el aire el trompo de la vida, y a recogerlo en la palma de mi mano antes de que toque el suelo. FIN.

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