El viejecito y la viejecita no habían tenido hijos. Le preguntó al señor uno de sus sobrinos nietos: "¿Por qué no tuvo usted familia, tío?". "Te lo diré -narró el anciano-. Un mes antes de casarnos llevé a tu tía a que conociera la casa en que íbamos a vivir. Cuando entramos en la recámara me acometió el deseo de la carne. Aprovechando que estábamos solos le propuse: 'Ya que pronto nos vamos a desposar, Castalia, ¿por qué no hacemos el amor?'. Ella se enojó tanto que ni de casados me atreví a tratarle otra vez el punto"... Don Pecunio, socio del Club Náutico, se inscribió con su flamante esposa en el torneo de regatas por parejas. Estaba seguro de hacer un buen papel, pues aunque él era competidor mediano, su nueva mujer le había dicho que en su juventud había sido remera varios años. Aquello fue un fracaso: llegaron en último lugar. La mujer mostró una mayúscula torpeza; ni siquiera sabía cómo tomar los remos. "¿Qué te sucedió? -le reclamó furioso don Pecunio-. ¡Me dijiste que en tu juventud fuiste remera!". Replica ella: "Yo dije con a"... El vendedor de aparatos de aire acondicionado convenció a don Matatías, avicultor, de que instalara uno en su gallinero. Le dijo que al estar protegidas del calor las gallinas pondrían más huevos. Eso pagaría el costo del equipo, y además le dejaría ganancias. Así sucedió, en efecto: las gallinas pusieron más. "Ahora -le sugiere el vendedor al hombre- ¿por qué no compra otro aparato para su casa? Su esposa se queja mucho del calor". Replica el avaro individuo: "Mi esposa no pone"... Dos cazadores compartían sus respectivas experiencias. Dice uno: "En mi pasada cacería me sucedió algo extraordinario. Apunté mi rifle a una bandada de patos que pasaban, y uno cayó muerto a mis pies sin que yo hubiese disparado". "Eso no tiene nada de extraordinario -dice el otro-. Seguramente alguien disparó antes que tú. Y no es la primera vez que te sucede: recuerdo que tu esposa dio a luz su primer hijo a los tres meses de que te casaste con ella. Seguramente también alguien disparó antes que tú"... Esta frase es de Kierkegaard: "El que se pierde por una pasión pierde menos que el que pierde su pasión". Yo tengo la desdicha de ser un hombre razonable. Así, mis pasiones han sido más bien módicas. Si acaso he caído en alguna pasión, ha sido muy desapasionadamente. Por eso a la única parte que he llegado ha sido a ninguna parte. Por eso también estoy negado para la política. Ésta es, antes que todo, la pasión del poder. Quien no la tenga -iba a decir quien no la sufra- debe abstenerse de buscar aquel tósigo mortal, el poder. Pienso que hay dos políticos que andan en la política sin tener cabalmente esa pasión: Ernesto Cordero y Marcelo Ebrard. A ambos los he visto muy desapasionados en su aspiración; demasiado medidos en el arranque de sus respectivas campañas por la candidatura; faltos de impulso personal, de ese entusiasmo que se necesita para contagiar a los demás el sentimiento propio. Del carrizo no se pueden hacer trompos, afirma la sabiduría popular. Si Ebrard y Cordero no se echan ese trompo a la uña, y ya, los dos van a salir muy rasguñados... Sigue ahora un extraño relato que no entendí cuando me lo contaron, pero que, según me dicen, es de color sumamente subido. Las personas que no gusten de leer relatos de color sumamente subido deben saltarse hasta donde dice FIN... La señorita Dorela, célibe y doncella (se puede ser una cosa sin ser la otra), era organista de la iglesia parroquial. Cierto día llegó el obispo al pueblo en visita diocesana, y Dorela lo invitó a merendar en su casa. Su Excelencia aceptó la invitación, pues de los 40 años que contaba Dorelita, 25 los había empleado en el servicio al templo. Monseñor llegó puntual. La anfitriona lo pasó a la sala y le ofreció incontinenti un chocolate. ("Católico chocolate, / que de rodillas se muele, / juntas las manos se bate, / y viendo al cielo se bebe"). Disfrutaba el jerarca su rico soconusco cuando vio una bicicleta en el patio. "¿De quién es?" -le preguntó, curioso, a Dorelita. "Es mía, Su Excelencia -respondió ella-. Como no tengo automóvil, la uso para transportarme". Inquiere el dignatario: "¿Y se vino hoy en ella?". "Igual que siempre, monseñor -responde ella, ruborosa-. Y ahora más, quizá porque hice el trayecto por una calle empedrada". (No le entendí)... FIN.