Doña Panchita fue una gran señora de mi ciudad Saltillo. Cuando la conocí ella era sesentona, y yo un chiquillo de 6 años que desaparecía entre las abundantes carnaduras de la ilustre dama cuando me abrazaba. Porque es de saberse que doña Panchita era gorda, gordísima. Parecía un galeón de enhiesta proa y ondulante popa al caminar con lenta parsimonia para ir a su sillón, que gemía con resignada mansedumbre cuando su dueña se sentaba en él. Doña Panchita sufría románticas melancolías -ella decía saudades-, y hablaba largamente de "esta neurastenia mía" en la tertulia que efectuaba todos los jueves en su casa, de 5 a 7 de la tarde. Ahí se tocaba el piano, se cantaba y declamaba, se jugaban honestos juegos de prendas ("Ahí va un navío cargado cargado de."). Mi madre era asidua concurrente a esas reuniones. A veces me llevaba con ella, y me hacía cantar contra mi voluntad el "Rayito de sol", de Guty Cárdenas, o recitar aquello de: "Mamá, soy Paquito, no haré travesuras". Por eso supe a tan temprana edad el desastrado caso que le aconteció a un respetable licenciado de nombre que he olvidado, pero cuyo tremendo drama personal quedó grabado para siempre en mi memoria. Era el dicho abogado un personaje de mucho timbre y nota en la ciudad. Tenía el Don -quiero decir la consideración social-, y tenía también el Din, o sea dinero, bienes de fortuna. Frisaría ese señor en las cinco décadas de edad, y se había conservado célibe. Todo eso hacía de él un suculento partido para las viudas y doncellas antañonas que asistían a la tertulia de Panchita. A todas dedicaba el licenciado gentiles atenciones y galanterías, dentro de los límites de la más caballerosa discreción. Se daba por descontado que entre ellas escogería a una para hacerla su esposa. Grande fue la sorpresa, desilusión, y aun enojo de las tertulianas cuando una tarde el abogado manifestó de súbito que ya tenía novia, y que pronto se iba a casar. "¿Quién es la afortunada?" -preguntó con mal escondido reconcomio alguna de las que había aspirado a la mano del jurisconsulto. Él dijo el nombre de su futura esposa. "Pues no la conocemos" -torcieron el gesto las señoras. Decir eso en aquel Saltillo donde todo mundo se conocía era una inapelable condenación social. Al día siguiente todas empezaron a hacer discretas investigaciones, o no tan discretas, y bien pronto se supo que el maduro señor se había enredado con una muchachilla de baja condición social, coqueta y descarada, por la que se bebía los humos. A raíz de su compromiso el licenciado dejó de ir la tertulia. Pasó un año. Y un jueves, para sorpresa de todos, el ausente apareció de nuevo en la casa de doña Panchita. Ante la expectación general contó que su matrimonio había sido un desastre. Por principio de cuentas descubrió que la chiquilla no sólo no había llegado entera al tálamo nupcial, sino que pocas semanas después del desposorio empezó a faltar a la fe matrimonial -tal eufemismo empleó el doliente narrador- con un repartidor de botica. Se divorció de ella lo más pronto que pudo, para lo cual hubo de allanarse a las incontables demandas abusivas de la joven mujer. Entre la aviesa damisela, su codiciosa familia y los abogados enemigos lo despojaron de casi toda su fortuna. Y ahí estaba, triste y arrepentido de su error. "Pero, licenciado -le preguntó una de las tertulianas-. ¿Por qué se casó con esa muchachilla?". Respondió él con vehemencia: "¡Me obnubilé, señoras mías! ¡Me obnubilé!". Esa palabra me pareció grandísona y altitonante, de modo que me la aprendí. Una semana después, en el recreo del colegio, le di una trompada a un niño que me siempre me andaba molestando. Soltó el grito el herido al ver que le salía sangre de la nariz, y se tiró al suelo berreando como marrano capado. Acudió presurosa nuestra maestra de primer año, y se impuso de lo sucedido. "Pero, Armandito -me dijo con acento desolado-. Tú, tan ordenadito, tan buen niño. ¿Qué te sucedió? ¿Por qué le pegaste a tu compañerito?". Erguí lo más posible mis 6 años y respondí con dramático acento: "¡Me obnubilé, señorita Petrita! ¡Me obnubilé!". Se quedó ella como quien ve visiones... Yo me pregunto si el presidente Calderón no estará obnubilado también al promover con la obstinación con que lo hace a su delfín, el señor Cordero, que ningunas posibilidades tiene. ¿No se irá a quedar igualmente don Felipe viendo visiones?... FIN.