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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Esta columnejilla se compone hoy de tres difuminados elementos: un relato que parece sicalíptico y no lo es; una declaración que parece disculpa y no lo es, y un recuerdo que parece propaganda y no lo es. Empiezo por el principio, que al decir de Lewis Carrol en “Alice’s Adventures in Wonderland” es por donde las cosas se deben empezar. (“Begin at the beginning -the King said, very gravely-, and go on till you come to the end: then stop”). He aquí el cuento que parece de color subido y en realidad no lo es. Había en la Facultad de Medicina un profesor que tenía fama de ser dicaz, salaz y aun procaz. Sus estudiantes, especialmente las mujeres, le temían por sus preguntas, que con frecuencia eran capciosas, de doble sentido, o con retruécano, logogrifo o calambur. (Caón, no estoy entendiendo ni mádere). Cierto día le preguntó a una alumna: “Dígame, señorita: ¿cuántos ojos tiene usted?”. “Dos, doctor” -respondió, desconcertada, la chica. “¿Y el de atrás?” -le dice el médico. “¡Maestro!” -enrojece la muchacha. “¿A qué ese rubor? -dice entonces el mentor con aire de inocencia sorprendida-. Yo le estoy preguntando cuántos ojos tiene el compañero que está sentado atrás de usted”. Así se las gastaba el picaresco catedrático. Yo siento pena porque no puedo dar respuesta a los mensajes que mis cuatro lectores me remiten a través de la Internet. Escribo en periódicos de toda la República y de allende sus fronteras, y entonces los correos que recibo son tan numerosos (esto que digo no es jactancia: es estadística) que sería imposible contestarlos. Y a lo imposible nadie está obligado. “Impossibilium nulla obligatio est” (Celsus, Digesta L, 17). De ahí mi disculpa, que más que disculpa es explicación. A veces, sin embargo, algún mensaje toca eso que la gente de antes llamaba “las fibras más íntimas del corazón”. Hace unos días, por ejemplo, escribí acerca del refrigerador que ayer fue de mis padres y hoy, por legado, es mío. Tengo ciertos rituales en mi vida que son herencia de quienes me la dieron. Así, aunque sé que hay muchos rones excelentes, únicamente bebo Bacardí. Esto no es publicidad: es autobiografía, pues Bacardí era el ron que bebía mi papá. Tenía él su ritual. Todas las noches, en un viejo aparato de radio de aquellos que se llamaban “de catedral”, pues su diseño sugería la fachada de una iglesia, escuchaba en la XEW las noticias que daba ese gran maestro de locutores que fue don Luis Ignacio Santibáñez. Mientras oía el noticiero mi padre bebía a sorbos lentos una cuba libre hecha con Bacardí blanco (sólo así, afirmaba, la cuba era auténtica). Añadía él a su bebida, ceremoniosamente, dos -nunca uno, ni trescubitos de hielo que sacaba de la charola del refrigerador. Ese refrigerador era de la marca Gibson. Se lo compró mi padre a un inolvidable saltillense, don Casimiro Medrano, hombre bueno, caballero ejemplar, cuya tienda de artículos domésticos estaba en la esquina de las calles de Aldama y Acuña, en el centro comercial de mi ciudad. El refrigerador funciona todavía, y a la perfección, después de más de 60 años de uso. Yo pensé siempre, por el nombre, que era de fabricación americana. El mensaje que digo -ese que me llegó a las fibras más íntimas del corazón- me sacó de mi error. Don Fernando A. Elizondo Garza me dice que el refrigerador Gibson fue fabricado en Monterrey por su señor padre, don Rogelio A. Elizondo, en su empresa Elizondo S.A. ¡Qué memoria preciosa, y más en estos tiempos! No cabe duda: para nuestro orgullo -y para no dejar morir nuestra esperanza-, algunas de las mejores cosas de la vida, igual que nuestros mejores recuerdos, son Made in Mexico... Pepito y una tía suya tuvieron que compartir la misma cama. Ya apagada la luz el chiquillo le pidió en voz baja a la joven mujer: “Tiíta: hazme la porla”. Ella se negó, enojada, pero el chiquillo insistió tanto que la tía por fin accedió. “Está bien, Pepito -le dijo-. ¿Cómo quieres que te haga la porla?”. “Así -responde el crío-. Por la señal de la santa cruz...”... FIN.

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