Al terminar el trance erótico, Narsicio, presuntuoso galán, le dice a su pareja: "Esto fue algo maravilloso para ti, preciosa. Me pregunto cómo sería para mí"... Se quejaba Pirulina: "Un hombre puede tener todas las aventuras que quiera, y nadie le dice nada. ¡Ah, pero que una mujer no tenga unas 70 u 80 aventuras, porque ya sabes cómo le dirán!"... Un maduro cantante que en sus mejores años conoció la fama recibió una invitación para cantar en un asilo para ancianos. Al llegar se dio cuenta, desolado, de que nadie lo reconocía. Le preguntó a una viejita: "¿No sabe usted quién soy?". "No -respondió la ancianita-. Pero vaya a la administración. Ahí se lo dirán"... Dulcilí, muchacha ingenua, suspiró: "El amor duele". Le dijo su avispada amiga, Susiflor: "Lo estás haciendo mal"... Digamos que la cosa empezó el sábado. No este último: el otro que pasó. En Cancún hablé para un grupo de médicos endocrinólogos convocados por los laboratorios Boehringer y Lily. Luego de la cena, a eso de las 11 de la noche, me trasladé -me trasladaron- al aeropuerto, y a la 1:40 de la mañana tomé un vuelo a la Ciudad de México. Llegué a las 4 de la madrugada, y con ayuda de varias tazas de café me mantuve despierto hasta tomar el vuelo que a las 8 me llevó a Monterrey. Llegué a las 9.30, y después de varias entrevistas de prensa, televisión y radio me apersoné en la sala C de la Feria Internacional del Libro. Sin haber dormido ni un minuto presenté mi celebrado libro "Los mil mejores chistes que conozco, y otros cien más buenos aún". Cualquiera diría: "Así saldría aquello". Y sin embargo la presentación fue un éxito. Se ocuparon las 750 sillas disponibles, y un centenar más de asistentes hubieron de oír sin sentarse, o acomodados en el piso y los pasillos, mi peroración. Dícenme -o sea me dicen- que mucha gente ya no pudo entrar, pues las puertas del salón fueron cerradas (eso yo lo pedí, para que no se me saliera nadie). Al término de la función el público -¡qué generoso público!- me aplaudió de pie, tras de lo cual los organizadores me llevaron a la firma de libros, gratísima tarea que me tomó casi tres horas. Luego, el martes, diserté en Torreón. El jueves estuve en Ciudad Juárez, invitado por una institución ejemplar llamada Fechac, fundación de empresarios chihuahuenses que realiza una magnífica obra de bien a quienes más lo necesitan. Muchas organizaciones como ésa debería haber en este país. Y para cerrar con broche de oro, si me es permitida esa inédita expresión, este sábado estuve en la Ciudad de México, y hablé en el Museo del Estanquillo ante gente cordial y generosa que otra vez abarrotó el recinto donde me presenté, y otra vez me dio un aplauso en pie tan largo -el aplauso, no el pie- que llegó a emocionarme. Para remate de venturas comí en un espléndido restaurante, el Lipp, invitado por su dueño, Alejandro Garza Díaz, quien tiene la única franquicia que en el mundo ha otorgado ese elegante feudo parisino. Todo esto que digo no lo digo por jactancia, aunque quizá lo diga jactanciosamente, sino para dar gracias a San Cristobalón, patrono celestial de caminantes, que junto con mi ángel de la guarda me lleva y trae por todas partes a donde me conduce mi jubiloso oficio de juglar. También lo digo como medio para agradecer a mis cuatro lectores su bondad y afecto; su inagotable paciencia para oírme, leerme y perdonar mis frecuentes despropósitos y mis inofensivas vanidades. Hoy estaré en Ciudad del Carmen; mañana jueves iré de nueva cuenta a la capital de la República, y el viernes me presentaré en León. Semanas típicas son éstas para mí, que a estas alturas -o bajuras- ya debería estar meciéndome en una mecedora (para eso son las mecedoras), y no obstante eso sigo en la legua sin cansarme, Deo gratias y gracias a mi prójimo, gozando de innumerables goces de alma y cuerpo. Sobre todo de cuerpo, que son los que se sienten más... FIN.
