¡Cuántas cosas no se usan ya; ah cuántas cosas! Desapareció la garrocha, aquel largo carrizo con el cual se quitaban las telarañas que la hacendosa araña costurera tejía en los rincones del alto techo de las casas. No se usan ya los huevos de madera que empleaban las mujeres para zurcir los calcetines de sus esposos e hijos. Cayó en desuso también la bacinica -con perdón sea dicho-, igualmente nombrada borcelana, nica, taza de noche, perica, o necesaria. (Doña Panchita, señora de rancia prosapia saltillera, consideraba insufrible vulgaridad citar ese adminículo, y para referirse a la bacinica decía "el tibor"). ¿Qué se hizo la vara de varear, usada por hoscos y silenciosos vareadores para tundir mil veces la lana de las almohadas y colchones, que dos veces al año se sacaba a orear, y vareándola se le quitaba lo apretado, y quedaba otra vez muelle y esponjada? ¿Qué fue de la armoniosa melodía del caramillo cantado por María Enriqueta, la alondra de Coatepec, aquél con que el afilador de tijeras y cuchillos anunciaba su paso por la calle? ¿Dónde está la lámpara "de Aladino", que tenía esbelto tubo de cristal y capuchón inconsútil, a cuya clara luz hacíamos la tarea en las noches de apagón, frecuentes en tiempos de la Segunda Guerra? Había que ahorrar energía eléctrica, y a los niños nos alegraba hacer nuestros deberes a la luz de una lámpara de petróleo, pues de ese modo contribuíamos a derrotar a Hitler. ¡Ah, nostalgia! De no ser por ti el pasado sería tan prosaico y tan gris como el presente. (Si nos ponemos tristes al evocar los días del ayer no es porque las cosas ya no sean lo que fueron: es porque nosotros ya no somos los que fuimos). ¿Recuerda alguno de mis cuatro lectores las bolsas de agua caliente? En cada casa había por lo menos una. Servían esas bolsas para calentar la cama antes de meterse en ella en las noches de frío. Se usaban también para aliviar los cólicos de la mujer, o para hacer menos intensos los dolores de la ciática. ("Mi esposo no lo puede recibir. Estuvo toda la noche con una ciática que no lo dejó dormir". "Entiendo, señora. Esas orientales son tremendas"). La tía Lola, señorita de las de antes, explicaba por qué nunca se casó: "¿Para qué necesito un marido? -decía-. Tengo un perico que me grita, un perro que me gruñe, y para las noches frías una bolsa de agua caliente". Pero estoy divagando. A lo que voy es a contar que Babalucas fue de visita a la ciudad, y se alojó en casa de un amigo que por esos días iba a salir de viaje. Se consternó al advertir que había olvidado poner en la maleta su bolsa de agua caliente. "La necesito mucho -le dijo muy apurado a su anfitrión-. Sin ella no puedo dormir, porque no logro conciliar el sueño si tengo los pies fríos. En mi casa, antes de ir a la cama, caliento agua hasta que hierve; la vierto con un embudo en la bolsa; me la pongo en los pies, y así duermo muy bien". "No te preocupes -lo tranquilizó el amigo-. Tengo un gato persa, morrongo grande y de pelaje espeso y suave. Póntelo en los pies por las noches. Como el gato es manso y tranquilo hará la misma función de tu bolsa de agua caliente. Prueba esta noche, y veremos si funciona lo del gato. Si no, quizá en alguna farmacia encontraremos alguna bolsa como la tuya". A la mañana siguiente Babalucas se apareció en la cocina donde su amigo estaba preparando el café. El dueño de la casa se espantó al ver a su visitante. Babalucas tenía el rostro tinto en sangre, y surcado por terribles arañazos que le dejaron la cara como cuera tamaulipeca: hecha tiras. "¡Fuego de Satanás! -exclamó el amigo, que en su juventud había leído novelas de Salgari-. ¿Qué te sucedió?". Responde con pesaroso acento Babalucas: "No me dijiste la verdad cuando afirmaste que tu gato era manso y tranquilo, y que podría hacer las veces de mi bolsa de agua caliente. Aunque la mala bestia opuso resistencia, logré al fin meterle el embudo. Pero cuando empecé a echarle el agua caliente ¡mira cómo me dejó!"... FIN.