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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

"Fuimos una semana de luna de miel -les contaba la muchacha a sus amigas-. La primera noche Babalucas me besó la punta de los dedos. Luego me besó la mano. Después comenzó a besarme el brazo. Luego me besó la frente. Enseguida me besó en los labios. A continuación me besó el cuello. Seguidamente me besó los hombros''. "¿Y luego? ¿Y luego?'' -preguntaron ansiosamente las amigas. "Luego nada -respondió, mohína la muchacha-. Cuando llegó a los hombros ya se habían acabado los 7 días, y él piensa que eso se hace nada más en la luna de miel''...

Dos jóvenes padres de familia estaban filosofando. "Hay cosas -dijo uno con tono reflexivo- que todo el dinero del mundo no puede comprar''. "Sí -responde el otro-. Como los regalos que mi hijo espera de Santa Claus esta Navidad''...

Después del apasionado trance de amor, el extático galán le dijo a su dulcinea: "¿Me seguirás amando, Rosibel?''. "No -respondió ella-. Entro a trabajar a las nueve de la mañana''...

Caía ya la tarde, y un ancianito lloraba desconsoladamente en la banca del parque. Se le acercó un policía y le preguntó cortésmente: "¿Por qué llora, señor? ¿Puedo ayudarle?''. (Nota: Recuerden mis cuatro lectores que esto es sólo un cuento). Sin dejar de verter sus lágrimas respondió el maduro caballero: "Tengo 84 años de edad. La semana pasada me casé con una muchacha de 25. Ella no se lo esperaba, y menos yo, pero la luna de miel fue fantástica. Una y otra vez le hice el amor con insaciable arrebato de pasión: volví a ser joven otra vez. Cuando regresamos, ella venía locamente enamorada de mí. Piensa que soy el mejor amante del mundo. Todos estos días nuestra vida ha sido un constante deliquio de erotismo''. Pregunta asombrado el policía: "Y entonces ¿por qué llora?''. Responde el ancianito al tiempo que estallaba en sollozos: "¡Es que hoy en la mañana salí de mi casa, y ahora no me puedo acordar dónde vivo!''...

Nunca he servido yo para el comercio. Envidio el utilísimo talento de quienes ejercen ese necesario oficio, el de los comerciantes, cuya tarea ha marcado muchas veces el rumbo de la historia -dígalo, si no, Marco Polo-, y sin los cuales no habría progreso ni civilización. Para el comercio se necesita habilidad y diligencia. Yo no poseo ni una cosa ni otra. Si hubiera sido comerciante me habría asemejado a aquel que tenía su tienda en Ramos Arizpe, laboriosa y antigua población cercana a mi ciudad, Saltillo. Ese tal comerciante no era laborioso; antes bien pecaba de poltrón y perezoso. Tenía una tienda de abarrotes, y sentado cómodamente en un muelle sillón aguardaba tras de su mostrador a la clientela. Llegaba un comprador y le pedía algo. Con voz cansina le decía desde su asiento el haragán: "Espera a que llegue de perdido otro, para que me costee la levantada". Yo, que no tengo talento para el ocio, menos aún lo tengo para el negocio. Sin embargo informo a mis cuatro lectores que voy a poner una tienda. En ella ofreceré un solo artículo: pieles de oveja. Las tengo ya en buen número, de muy buena calidad, con blancuras de armiño y suavidades de vellón. Las obtuve de las ovejas que criamos en el Potrero de Ábrego, australianas, de pura raza Bond. Sé que las pieles de oveja no son entre nosotros muy usadas, y por eso me auguran mis amigos un fracaso en mi nueva actividad de comerciante. Yo pienso, sin embargo, que hay ahora en la escena nacional muchos hábiles lobos de la política que, llegado el caso, saben cubrirse con piel de oveja para cambiar su imagen. Ellos serán mis clientes. Por lo pronto ya tengo asegurados dos: Manlio Fabio Beltrones y Andrés Manuel López Obrador...

Un vaquero americano de nombre Billy Swiftdick aprovechó la ausencia del sheriff Jack Longhorn para entrar en su casa a refocilarse con su esposa, mujer que había conocido -en el sentido bíblico de la palabra- a todos los hombres al oeste de Abilene. Y en aquel tiempo la población masculina del lejano Oeste ya era bastante numerosa. Estaba el cowboy en el culmen del erótico deliquio cuando se oyó, cada vez más cercano, el trote de un caballo. Le dice la mujer a Billy Swiftdick: "¿Verdad que los vaqueros de verdad mueren con las botas puestas?''. Responde el jinete sin dejar de jinetear: "Así es. El verdadero cowboy muere con las botas puestas''. "Pues póntelas aprisa -sugiere la mujer-. Ahí viene mi marido''... FIN.

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