Los refranes están hechos con un mínimo de palabras y un máximo de buen sentido. Eso significa que las máximas deben ser mínimas. “Los dichos de los viejitos -dice un dicho- son evangelios chiquitos”. No es por llevar la contraria (más bien suelo traerla), pero yo no me fío mucho de los refranes. Por principio de cuentas algunos se contradicen entre sí. Uno afirma: “A quien madruga Dios lo ayuda”. Otro niega: “No por mucho madrugar amanece más temprano”. Luego, el refranero de los diversos pueblos es bastante misógino, como lo sabe bien el estudioso de la paremiología. Se ve que los adagios están hechos por hombres, desde Salomón, que después de salir de la cama de la reina de Saba se ponía a dictar proverbios sobre el peligro del trato fornicario con pendangas, hasta el rústico filósofo machista que postuló aquello de “La mujer, como la escopeta, cargada y en un rincón”. Finalmente, los dichos generalizan siempre; postulan reglas fijas, y no admiten eso que da a la vida su sabor: las excepciones. Por fuerza debe haber habido algún camarón que se durmió y no se lo llevó la corriente, o una golondrina que sí hizo verano. La llamada sabiduría popular tiene a veces mucho de popular y poco de sabiduría. Blanquita Morones, primera actriz del inolvidable Teatro Tayita, al dirigirse con gran cortesía al “culto y exigente público” añadía por lo bajo: “Más exigente que culto”. Una antigua sentencia, por ejemplo, condena al que anda a la vuelta y vuelta, “como burro de noria”, y que por tanto a ninguna parte llega. Pepito, sin embargo, contradijo ese concepto. Su padre, viajante de comercio, regresó cierto día de un viaje y vio a su crío en una flamante bicicleta, de dos ruedas, para mayor seña. “¿De dónde sacaste ese biciclo?” -preguntó el señor, que no gustaba de ver la misma palabra repetida en un mismo parágrafo. “La compré con mi dinero” -repuso, ufano, el muchachillo. Inquirió -que no preguntó- de nuevo el genitor: “Y ¿cómo obtuviste esa suma?”. “Dando vueltas” -replicó Pepito. “No entiendo” -se intrigó el papá. “Cuando tú sales de viaje -explicó el niño- el vecino viene a visitar a mi mamá; me da 50 pesos y me dice: ‘Anda, Pepito; ve a dar una vuelta’”. Otro dicho señala, categórico: “Los extremos se juntan”. Pero a veces los que se juntan son los centros. Eso sucede en el acto del amor humano. (”Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen”, decretó mi señora abuela, mamá Lata, cuando una nuera suya le expresó su inquietud porque su hija, muchacha muy bajita, se iba a casar con un proceroso galán de 1.90 de estatura). Debo reconocer, no obstante lo ya dicho, que a veces los extremos sí se juntan. El león era el más fuerte animal de la selva, y el monito el más débil. El feroz felino oyó decir que el mico era un gran conversador, y fue a buscarlo. Cuando el mono lo vio venir se trepó apresuradamente a lo alto de una palmera, temeroso. El león lo tranquilizó; le dijo que lo único que deseaba era charlar con él. “Si bajo de aquí -respondió el monito- me comerás, seguramente”. “Podría hacerlo -replicó la fiera-, quia nominor Leo (porque me llamó león), pero no es esa mi intención. Y para probarte la bondad de mi propósito me ataré yo mismo las patas delanteras y traseras con estas fuertes lianas, y así podrás bajar de tu refugio para tener un rato de palique”. “¡Eso es peor!” -se asustó el mono. “Palique, amigo mío -aclaró el león-, quiere decir conversación intrascendente, charloteo. Anda, baja, que estoy atado ya y sin movimiento”. Cauteloso, con recelo, se avino el mono a dejar el amparo de la altura, y descendió de la palmera. Se cercioró muy bien de que el león estaba impedido de todo movimiento, atadas como tenía las cuatro patas por las resistentes ligaduras que él mismo se había puesto, y se le acercó, tembloroso. “¿Por qué tiemblas así? -le preguntó el león. Ya ves que estoy atado firmemente, y no puedo moverme. ¿Por qué das tantas vueltas alrededor de mí? ¿Por qué estás tan nervioso?”. Tímidamente respondió el monito con vacilante voz: “Es que es la primera vez que voy a despacharme a un león”. FIN.